George Orwell, en su novela 1984 presenta algo tanto interesante como aterrador: la policía del pensamiento. Esta organización tiene la capacidad, en la distopía orwelliana, de escuchar y grabar las conversaciones que los ciudadanos tienen; y entre los crímenes civiles que persigue la institución destaca el pensacrimen: los pensamientos en contra del Partido dominante en la historia de Orwell. Y, desde luego, la policía del pensamiento tiene la capacidad para saber lo que los ciudadanos piensan.
Sí. Conceptos sacados de una novela distópica, ideas que rozan —o quizá no tanto— con los sueños más húmedos de dictadores y gobiernos totalitarios; y, pese a que vivimos en una era hiperconectada en la que los algoritmos saben más de nosotros mismos que nosotros, aún sentimos, quizá muy inocentemente, que “lo que pensamos” internamente no nos debería de traer problemas. ¿O no?
Dejemos por un momento de lado todo lo que se discute sobre la libertad de expresión: desde el respeto al derecho ajeno hasta los límites —o no— que esta debería de tener, pasando por el medio de los discursos de odio o la incitación a la violencia. El tema, importante y medular, no es la cuestión. Personalmente, para matizar, creo que debemos ejercer la libertad de expresión sin atentar contra los y las otras, sin propiciar agresiones, sin ofender ni calumniar y bajo el halo de la crítica a las ideas, no a las personas. Pero esta reflexión quiere ir un poco más allá. Quiero tocar un terreno en donde quizá la anterior puede y deba ignorarse, en donde no hay ley, en donde el respeto se disipa en medio de un sinfín de ideas y pensamientos: nuestra mente.
¿Es incorrecto pensar mal de alguien? De mi vecino, de mis amigos, de mi jefe, del presidente del país. ¿Debería de justificar por qué pienso eso de alguien? ¿Tengo que “respetar” a la otra persona, incluso en mis pensamientos, o en mi vida privada?
Si viviera en la sociedad que vive Winston Smith, por supuesto. Atreverme a concebir ideas contrarias al orden establecido es un delito, algo inconcebible. Pero estamos en 2024, no en 1984. ¿Debo ser juzgado si alguien escuchó una conversación privada con otra persona en donde digo que estoy en contra de mi jefe, de una político corruppta, de un monarca tirano colocado por un dictador que nadie votó, de una secta peligrosa que no rinde cuentas a nadie, de una tradición absurda y dañina lavacerebros, de una megacorporación explotadora que vende armas, de un genocida colonialista imperialista o de un medio de desinformacion que propaga bulos y causa enorme daños a la sociedad y el ecosistema? ¿Debo de justificar por qué dije lo que dije, de forma privada? ¿Dónde queda, si es que queda, el límite entre lo que puedo decir o no, entre lo que debo de pensar o no?
La policía del pensamiento de Orwell acapara omnipresentemente la vida de los ciudadanos, pero ¿nosotros debemos estar bajo ese mismo sometimiento? Como he dicho, la libertad de expresión debe de tener ciertos matices, claro: aquello que digo públicamente no debería de ser tan “libre” si es que afecta a terceros; pero una cosa es mentarle la madre o la esposa al presidente de tu país o el tirano que le maneja en un foro público, y otra, muy diferente, hacerlo en tu casa, con tus amigos o familia, al quejarte de que no te alcanza para vivir dignamente porque Hacienda te cobra muchos impuestos que acaban siendo transformados en armas que usan los nazis fascistas ultrareligiosos al servicio del imperiamismo en nombre de un falso dios para masacrar niños, ancianos y violan mujeres en vez de ir a la sanidad, formación, pensiones, recursos sociales, transporte público o investigación.
Dos escenarios. Un mismo discurso: ¿la misma condena?
No debería. Se supone que tenemos libertad de pensamiento, y por ende, tendríamos que poder pensar, decir u opinar lo que queramos dentro de la esfera privada, individual. No se nos debería enjuiciar o criticar porque pensamos, decimos o creemos algo para nuestros adentros, o incluso, para un círculo limitado de personas. Pero, desafortunadamente, sobre todo para el poder, pensar pesa más que hacer.
Pero no debemos permitirlo.
Por más que se nos quiere enjuiciar porque decimos algo hacia nuestros adentros o en conversaciones privadas, no tenemos por qué justificarnos; no debemos de rendirle a nadie por lo que pensamos, por lo que creemos, por lo que sentimos, o por lo que decimos de forma íntima o privada.
La libertad de expresión, y sus matices vinculados, comienzan cuando salgo a la esfera pública a opinar, a vociferar, a criticar o cuestionar. Ahí sí debo de respetar a las otras personas, ahí sí debo de cuestionar ideas y no personas; en ese momento no debo incitar al odio ni a la violencia. Pero no antes. En nuestra mente, solo gobernamos nosotros; y nuestras ideas son eso: nuestras. Las charlas privadas son privadas y nadie, por más autoridad que sea, debe de meterse en eso.
Corporaciones, sectas, los gobiernos, las autoridades quieren inmiscuirse cada vez más en nosotros. Ellos y ellas desean tener a su servicio a una policía del pensamiento que les diga cuándo un ciudadano o un empleado no está de acuerdo con su forma de ser o liderar. El poder quiere ejercerse en todos los ámbitos, privados y públicos; pero nosotros tenemos la última palabra: defendamos nuestro pensamiento, defendamos nuestra individualidad, protejamos la esfera privada, pero también la esfera pública, el libre debate, el intercambio de opiniones racionales sin insultos, evitando sesgos, prejuicios, la censura y control de los que nos dominan, enfrentan y dividen, manejan a su antojo.
¿El voto tiene realmente poder? Las paradojas de la democracia representativa estatal
La democracia representativa se ha consagrado como la forma política obligada e impuesta, enseñada y adoctrinada desde nuestro nacimiento en gran parte del mundo. Sin embargo, a pesar de su aparente hegemonía, está plagada de dilemas y contradicciones que no suelen ser plenamente reconocidos. ¿Qué implica realmente esta democracia? ¿Es el voto el corazón de este sistema? ¿Representa cada voto una expresión igualitaria de voluntad?
Democracia representativa: ¿el mejor de los sistemas políticos?
Para comenzar, es importante recordar la famosa frase atribuida al genocida imperialista Winston Churchill: “La democracia es la peor forma de gobierno, excepto por todas las demás que hemos probado“. Al mismo tiempo, Platón condenaba la democracia aristócrata por su tendencia a degenerar en tiranía a través de la demagogia. ¿Qué nos dice esto sobre la naturaleza de la democracia?
La democracia, en sus raíces griegas, implica el gobierno del pueblo (“demos” = pueblo, “kratos” = gobierno). Pero, ¿quién es este “pueblo” y cómo decide? Aquí es donde entra en juego el concepto del voto, una supuesta expresión de la voluntad general, un concepto que Rousseau consideraba como la base de la legitimidad política. Pero ¿realmente puede un voto, una acción tan simple, encarnar la complejidad de la voluntad general? ¿Es la democracia justa y equitativa?
Es esencial, en este punto, considerar las críticas al voto como mecanismo de representación. En el pensamiento de Hobbes, encontramos un dilema: si todos somos iguales por naturaleza, ¿cómo puede un voto representar mejor nuestras aspiraciones que otro? En otras palabras, ¿cómo puede un voto, que es igual en términos cuantitativos, representar las diferencias cualitativas entre las personas?
Por otro lado, tenemos el problema de la “tiranía de la mayoría“, descrito por Alexis de Tocqueville, en donde las minorías pueden quedar oprimidas por las decisiones mayoritarias. ¿Cómo se puede conciliar la voluntad de la mayoría con los derechos de las minorías?
Democracia moderna y sistemas electorales
El concepto de democracia moderna, esencialmente es el de un ejercicio de autogobierno que otorga a los ciudadanos el poder de elegir a sus representantes, consta de complejidad asombrosa en su aplicación práctica. En el corazón de esta operación se encuentran los sistemas electorales, los mecanismos que, en teoría, deberían garantizar la traducción equitativa del voto popular en una representación política efectiva, pero no lo hacen, siempre benefician a unos mas que a otros.
La diversidad de sistemas electorales existentes, cada uno con sus propias peculiaridades, refleja las diferencias sociopolíticas y culturales entre las naciones. Sin embargo, dos sistemas destacan por su predominio en las democracias modernas: la representación proporcional y el sistema mayoritario.
La representación proporcional, empleada en países como España, Alemania o Brasil, distribuye los escaños parlamentarios de manera proporcional a los votos obtenidos por cada partido, los cuales eleigen sus candidatos en listas cerradas entre ellos y fijadas de forma jeraquica. Sin embargo, incluso en este intento de reflejar fielmente la voluntad popular, encontramos sesgos. Por ejemplo, la ley D’Hondt, utilizada en muchos sistemas de representación proporcional, puede favorecer a los partidos más grandes en detrimento de los más pequeños. ¿No desafía esta desigualdad subyacente nuestro entendimiento de la igualdad democrática, donde cada voto debería tener igual valor?
Por otro lado, en el sistema mayoritario, vigente en países como el Reino Unido o los Estados Unidos, el candidato con más votos en una circunscripción se lleva la victoria. Este modelo “ganador se lleva todo” puede dejar a grandes segmentos de la población sin representación directa, silenciando efectivamente las voces de las minorías si no logran la mayoría en ninguna circunscripción. ¿Es esto coherente con los ideales de inclusión y pluralismo que deberían sostener una democracia?
Más allá de estas desigualdades, estos sistemas también se enfrentan a dilemas fundamentales de representación y participación. Se plantea una cuestión crucial: ¿cómo se maneja el voto en blanco o la abstención, las personas que no legitimizan ni creen en un sistema que para amuchos no les representa? ¿Son estos un indicador de apatía política o una protesta silenciosa contra un sistema percibido como disfuncional y tiránico? Y aún más preocupante, ¿cómo se da voz a los marginados, a los que se sienten desilusionados o a los que simplemente no votan cada cuatro años en un circo mediático al candidato que mas embellezca o afine sus mentiras y propaganda? ¿No es la incapacidad de involucrar a estos ciudadanos un fallo fundamental de esta pseudodemocracia?
Además, encontramos el problema de la “tiranía de la mayoría“. En la representación proporcional, un partido con un gran apoyo puede ejercer una influencia desproporcionada. En el sistema mayoritario, una simple mayoría puede tomar decisiones que afecten a todos, independientemente de las objeciones de las minorías. ¿Perpetuando una forma de tiranía bajo el disfraz de democracia?
Estos dilemas nos llevan a cuestionar nuestras nociones convencionales de democracia y voto. ¿Podría existir un sistema electoral “perfecto y directo“, capaz de reflejar plenamente la voluntad de un pueblo diverso y pluralista? ¿Es esta búsqueda de la perfección democrática una quimera, o podría impulsarnos hacia una reimaginación radical de nuestras prácticas políticas?
La respuesta nos la da primero la ciencia y la tecnologia, nada impide la votación directa y la eliminiación de falsos representantes impuestos por el sistema, nada salvo el interés de los que están en el poder; y segundo el sentido común o de la razón que se demuestra en las pequeñas o grandes catastrofes, cuando observamos que el estado ni ayuda ni se preocupa, es ineficiente, solo posturea, y todo depende del pueblo, la sociedad, los voluntarios y la tan temida anarquia: autoorganización.
Para enfrentar estos desafíos, quizás debamos recordar que la democracia, en su esencia, es un trabajo y requiere un esfuerzo, una constante lucha por la justicia y la equidad, y tiene fallos y contradicciones como todos los sistemas, pero el bienestar logrado siempre debe ser muy superior a los "daños colaterales" y el beneficio debe ser para el conjunto de la sociedad, no para las "minorias dirigentes" que muchas veces son solo show(wo)men. La verdadera pregunta, entonces, podría ser: ¿Debemos seguir apoyando un sistema cirquense que perpetua autoritarismos, dogmatismos, sectarismos, clasismos y adoctrinamientos que eliminan todo rasgo de entidad democrática o deberiamos invertir en una educación critica y reflexiva independiente en la que se apoyara un consenso que permitiera el pensamiento crítico y la posibilidad de evaluar y decidir por uno mismo sin tutelas paternatistas patriarcales supremacistas ni alineadoras?
Entonces empezaria la auténtica historia, saldriamos del huevo, tendriamos algún futuro sin determinar que elegir, o lo que los filosofos llamamos "libertad"
Fuentes:
filosofiaenlared.com/2024/09/estamos-en-2024-no-en-1984
filosofiaenlared.com/2023/07/la-importancia-del-voto