Lo malo es que son eso, representaciones. En realidad, las distancias estelares son enormes. De hecho, son tan grandes que entre los 384.400 kilómetros que nos separan de nuestro satélite cabrían todos los planetas del sistema solar juntos, y aún nos sobrarían más de 8.000 kilómetros.
Lógicamente, recorrer esos trayectos a bordo de ingenios terrestres convierte al viaje en una odisea que ríete tú de la de Ulises. Pensemos que la Mars Curiositytardó más de 18 meses en llegar a Marte y la Voyager 1 necesitó más de 13 años en acercarse a la órbita de Saturno. En estos términos, y usando sistemas de propulsión convencionales, tardaríamos la bonita cifra de ochocientos mil años en llegar a Alfa Centauri, el sistema estelar más cercano. O sea, más tiempo del que lleva el hombre sobre la Tierra. Fácil, ¿verdad?
Como contaba el artículo de las naves que nos llevarán al primer viaje interestelar, ante lo inconcebible de la empresa, un puñado de científicos han decidido investigar sistemas de propulsión que acorten el tiempo del trayecto. Por un lado, tendríamos el exótico motor de Alcubierre, teóricamente capaz de curvar el espaciotiempo y alcanzar velocidades superiores a las de la luz. Lo malo del modelo de Alcubierre no es solo que sea teórico, es que presenta graves problemas de disipación de la energía en el frenado, los cuales podrían provocar desastres de magnitud planetaria.
Por eso, ya desde los años 50 con el proyecto Orion, y en los 70 con el Daedalus, se lleva trabajando de manera más o menos intermitente en el motor de propulsión nuclear de pulso, sistema también teórico pero bastante más apegado a la realidad científica. Este tipo de impulsor podría alcanzar velocidades en torno a un 10%-12% de la luz, haciendo que el viaje a Alfa Centauri se redujese a apenas dos o tres centenares de años.
Viajar por el espacio durante un par de siglos sigue siendo una burrada, pero es una burrada asumible. Bueno, asumible siempre y cuando demos por válido que habrá un buen puñado de colonos que nacerán y morirán entre las paredes de la nave interestelar que les transporte. Es aquí donde entra el concepto de arca espacial o nave generacional, llamado así porque, efectivamente, sería el hogar de generaciones enteras de seres humanos.
A principios de los 70, el físico Gerard O’Neill propuso a sus alumnos de la Universidad de Princeton un temario que estimulase sus neuronas, aprovechando el fin del programa lunar Apollo. Se trataba de plantear una serie de hábitats espaciales que sirviesen bien como residencia permanente, bien como naves generacionales. Había que resolver todos los problemas no solo de combustible, sino también de gravedad artificial, alimentación, suministro de aire respirable e incluso trabajo y esparcimiento. Además deberían poder albergar al suficiente número de personas como para servir de vehículo eficaces de colonización.
Las propuestas recibidas tuvieron la relevancia suficiente como para que en 1975 la NASA patrocinase un par de talleres de verano liderados por el propio O’Neill con el objeto de profundizar en los diseños planteados. Tras la experiencia, O’Neill recopiló todos los resultados en su libro The High Frontier: Human Colonies in Space, publicado en 1976 y traducido al español con el nombre Ciudades del espacio. El ensayo tuvo un éxito sin precedentes, empujado entre otras razones por la declaración que el físico realizó en enero de ese mismo año ante el Subcomité de Tecnología Aeroespacial del Senado de los Estados Unidos de América. De algún modo, parecía que el gobierno se tomaba en serio las ideas de O’Neill.
Con todo, los modelos propuestos distaban mucho de ser realizables con la tecnología de la época —y también con la de la nuestra, la verdad—. Los tres ejemplos que figuraban en el libro de O’Neill no eran vehículos, eran verdaderas ciudades, incluso continentes orbitando en el vacío espacial. Se llamaron Island One,Island Two y Island Three y se comportaban como mundos autosuficientes. Con viviendas, árboles, campos de cultivo y hasta ríos artificiales, albergando poblaciones de entre diez mil y diez millones de personas.
La Island One era una Esfera de Bernal, basada en el diseño que John Desmond Bernal propuso en 1928. Como su propio nombre indica, se trata de una esfera hueca ocupada en sus paredes interiores. La gravedad se conseguiría gracias a fuerza centrífuga de la rotación sobre su eje, si bien las condiciones óptimas tan solo se darían en el ecuador. Gracias a los bosques se solucionaría el problema del aire y, de alguna manera, los habitantes vivirían más o menos igual que en la superficie de la Tierra. Con sus casas, sus comunidades y sus trabajos.
El modelo de Bernal se repetía de manera análoga en la Island Two, si bien tomando como base geométrica un toro. Se le llamó Toro de Stanford y su principal ventaja es que toda la superficie habitable disfrutaba de las mismas condiciones gravitatorias. La Island Three recibió el nombre de Cilindro de O’Neill y era el modelo más avanzado, esencialmente porque aumentaba enormemente la superficie aprovechable, manteniendo las condiciones óptimas de habitabilidad en todos sus puntos.
Los diferentes diseños de hábitat espaciales bebían de la ciencia ficción y, a su vez, inspiraron numerosas narraciones del género. El Mundo Anillo que describía Larry Niven en su novela homónima de 1970 es un Toro de Stanford, como también lo es la estación orbital Elysium de la película dirigida por Neill Blomkamp en 2013.
De igual manera, la enigmática nave alienígena descrita por Arthur C. Clarke enCita con Rama es un Cilindro de O’Neill, si bien la novela se publicó en 1972, tres años antes de que O’Neill pusiese nombre a su modelo. El ejemplo más reciente y más conocido de Cilindro de O’Neill aparecía en los minutos finales de Interstellar, el filme de Christopher Nolan estrenado en 2014, donde veíamos valles y granjas curvadas en el interior de un asteroide hueco en órbita de Saturno.
Basada en el proyecto pionero de estación espacial que el ingeniero eslovenoHermann Noordung planteó en 1929, y aprovechándose de las investigaciones del equipo de O’Neill, el Icarus Interstellar Vessel es una especie de Toro de Stanford fraccionado. Se compone de un sistema de módulos prismáticos rotando alrededor de un núcleo central, cuya fuerza centrífuga proporcionará la gravedad artificial. Cada uno de estos módulos, independiente y estanco, mide 775 metros de largo por 155 de ancho por 50 de alto. Es decir, unas diez veces más pequeño que el Cilindro de O’Neill.
A efectos de optimización de carga y uso, cada módulo se divide en otros cinco submódulos que se irían ocupando según las necesidades generacionales; o sea, según aumente o disminuya la población de la nave. De igual manera, la compartimentación facilitaría resolver los problemas que pudieran surgir ante imprevistos técnicos o de salud, evitando la propagación de incendios o eventuales pérdidas de presión, por ejemplo.
Así, cada uno de estos compartimentos habitables se comporta de manera autosuficiente. Según el plano general de ordenación, sus 18.600 metros cuadrados de superficie se compondrían de viviendas para familias, para parejas e incluso para colonos solteros, pero también habría espacios abiertos, plazas, parques, edificios comerciales, civiles, administrativos, además de pequeñas granjas y terrenos de cultivo para garantizar la alimentación de las 300 personas que vivirían allí.
Los renders de la nave de Icarus Interstellar son bastante menos espectaculares que las imágenes de esferas y cilindros que se propusieron en la década de los 70, pero también son mucho más realistas. Los futuros colonos galácticos quizá no dispongan de frondosos bosques, agrestes valles y serpenteantes ríos artificiales, pero tampoco tendrán que vivir cien años entre cuatro paredes de acero blanco, comiendo alimentos liofilizados en bolsitas individuales de plástico.
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