La Modernidad, en su núcleo filosófico más firme sostiene lo siguiente: el Hombre es, en tanto su esencia está en la “Razón”, el Sujeto del mundo, es decir, su Fundamento. Esta tesis tiene como una de sus consecuencias lo que cabe denominar la “muerte de Dios”, o por decirlo de otra manera, un radical ateísmo. La declaración de la muerte de Dios la encontramos en Nietzsche, en la fase final del siglo XIX. Pero resulta interesante recordar aquí la importante figura de Friedrich Heinrich Jacobi (1743/1819). Jacobi fue un teísta y un creacionista, es decir, alguien que partía de la convicción inamovible o la fe profunda en que Dios (Deus, Zeus, Jehová, Adonai, יהוה o de la forma que quiera llamarse al dios occidental monoteísta) es el único fundamento admisible (y en base a eso, proponía, una teoría del conocimiento realista, por ejemplo). Este agudo lector de Kant y de Fichte, y también de autores de la Ilustración alemana como Mendelssohn y Lessing, advirtió con perspicacia el nexo intrínseco entre el idealismo -la tesis de que el hombre es el sujeto racional del mundo, su único fundamento- con el ateísmo y el nihilismo; esta acusación, es cierto, espantaba a idealistas como Kant y Fichte, pues en aquel momento ser declarado “ateo” conllevaba una severa punición debida a la alianza del poder social de la religión cristiana con el poder político (esta grave acusación, procedente de Jacobi, afectó de lleno a Fichte en un episodio significativo del paso de la Ilustración al Romanticismo en Alemania; el resultado de la sospecha de que su idealismo era ateo hizo que fuera expulsado de la Universidad de Jena). La primera tesis, por lo tanto, para dibujar los contornos del contexto contemporáneo desde el que se leen los escritos medievales puede resumirse así: siendo el hombre en tanto ser racional el Sujeto o Fundamento se impone un radical olvido de Dios, el cual es, pues, relegado a un segundo plano; tenemos, por lo tanto, en este punto, como primer dato relevante para dibujar el contorno de la filosofía moderna, el radical “ateísmo” de la metafísica del sujeto (la radical homo mensura expulsa a lo divino, en definitiva, del primer plano del escenario del mundo).
Sucede, entonces, que, en medio de un proceso amplio y profundo, desde hace siglos, tanto en la ciencia como en la filosofía, se ha ido gestando lentamente un radical ateísmo (primero en el estrecho círculo académico e intelectual, y ya en el siglo XX sale a la luz un ateísmo de masas, en el que la incredulidad o el desinterés de los individuos por la religión es tan creciente como imparable).
En las ciencias se ha ido afianzado, lenta pero inexorablemente, el rechazo de Dios como el fundamento o como la entidad superior desde la que todo se entiende y todo se explica. Mencionaremos, con brevedad y sin entrar detalles, tres ejemplos clave.
El primer caso es el de Pierre Simon Laplace (1749-1827). Los dos grandes físicos del siglo XVII, Newton y Leibniz, incluían a Dios en el centro de sus exposiciones del sistema del universo. Lo relevante de Laplace, además de sus contribuciones al desarrollo de la física moderna, con su peculiar entraña mecanicista y determinista, fue que sostuvo con un aplomo considerable que “Dios” era, para el conocimiento de las leyes de la Naturaleza, una hipótesis redundante, superflua, innecesaria; así, y contra lo que era entonces la práctica habitual, en los cinco volúmenes de su Tratado de Mecánica Celeste, publicado entre 1799 y 1825, en ningún momento se acude al auxilio de Dios con el fin de tapar los agujeros de las propuestas teóricas de la física de entonces. Este autor, por lo tanto, marca un importante hito en el desarrollo de la ciencia de los últimos siglos precisamente por haberse negado con solvencia a este facilón recurso con el que se intenta esconder lo que se ignora apelando a lo que se desconoce.
Por su parte, en el siglo XIX, la biología evolucionista de Darwin sacudió con fuerza el creacionismo teológico: el ser humano surge a partir de un proceso de transformación interna de especies anteriores, siendo, por lo tanto, un animal singular, pero no un ser “espiritual”, es decir, ni fue creado en el paraíso terrenal “a imagen y semejanza” de un Dios, ni está dotado de un alma inmortal ni nada parecido (es un frágil cuerpo mortal, nada más y nada menos). Resulta curioso, por cierto, que en el siglo XX haya aparecido la tesis del llamado “diseño inteligente” con el fin de seguir abriendo la puerta a una teología creacionista (esta “tesis”, es, desde luego, un fraude enorme, pero es interesante mencionarla para constatar la resistencia a la extinción del creacionismo, que se alimenta una y otra vez de cualquier tipo de recurso, por falaz e insolvente que sea).
La ya desfasada cosmología del Big Bang, como es sabido, alude a un singular acontecimiento explosivo que marca el punto cero del universo conocido. Sin duda puede resultar tentador equiparar este acontecimiento con la creación por un Dios desde la nada de todo lo que existe. Pero esta equiparación, simplemente, carece de cualquier tipo de rigor, y es, poco más, un pobre intento, desesperado, de engañar a un público a veces poco informado o dispuesto a agarrarse a cualquier idea confusa para no cuestionar su fe religiosa. Es cierto que la cosmología del Big Bang da pie a muchísimas cuestiones tan difíciles como fascinantes, pero intentar introducir aquí la cuestión de Dios es algo forzado y enteramente estéril. Con el fin de acotar algunos de los términos por los que discurre esta hipótesis cosmológica citaremos un fragmento de un libro de Stephen Hawkins en el que podemos leer: «Describiremos cómo la teoría M puede ofrecer respuestas a la pregunta de la creación. Según las predicciones de la teoría M, nuestro universo no es el único, sino que muchísimos otros universos fueron creados de la nada. Su creación, sin embargo, no requiere la intervención de ningún Dios o Ser Sobrenatural, sino que dicha multitud de universos surge naturalmente de la ley física: son una predicción científica. Cada universo tiene muchas historias posibles y muchos estados posibles en instantes posteriores, es decir, en instantes como el actual, transcurrido mucho tiempo desde su creación. La mayoría de tales estados será muy diferente del universo que observamos y resultará inadecuada para la existencia de cualquier forma de vida. Sólo unos pocos de ellos permitirían la existencia de criaturas como nosotros. Así pues, nuestra presencia selecciona de este vasto conjunto sólo aquellos universos que son compatibles con nuestra existencia». En conclusión: cualquier tipo de aproximación entre ésta peculiar tesis cosmológica y la tesis creacionista de la teología cristiana es, simplemente, tramposa y falaz y sólo se sostiene sobre la voluntad de engañar a los incautos.
En los tres episodios que acabamos de mencionar, el ateísmo materialista de Laplace, la biología evolucionista de Darwin y la cosmología del Big Bang, se desmiente directamente la hipótesis de un Dios creador, un ente supremo anterior al universo. Es decir, si estas teorías científicas contienen verdades aceptables y afianzadas la hipótesis de la teología creacionista es, simplemente, falsa, en tanto el universo entero no depende en modo alguno de un ente creador previo a él.
Los principales pasos en la filosofía hacia el radical ateísmo que preside el siglo XX pueden, con suma brevedad, trazarse así: en el siglo XVII Spinoza mostró con una enorme brillantez que la tesis de la creación del mundo por un Dios es irracional. Por su parte David Hume, en el XVIII, subrayó que el procedimiento general de la religión, al menos en occidente, es el del “palo y la zanahoria”: primero se infunde en la gente el temor a la azarosa y frágil vida mundana y, después, se le insufla una ilusoria esperanza en ficticias tablas de salvación como la vida eterna en el más allá (¿con qué propósito? Básicamente el de dominar y controlar a los ignorantes que caen en esta sofisticada trampa, dice Hume). Kant, por su parte, en la tercera parte de su obra Crítica de la razón pura sostiene, con un rigor y una precisión admirable, que ninguna de las tradicionales pruebas de la existencia de Dios es internamente consistente: tanto las pruebas a priori (el argumento ontológico de San Anselmo), como las pruebas a posteriori (las cinco vías de Santo Tomás), incluyen fallos argumentativos que las invalidan en su raíz. Ya en el siglo XIX Ludwig Feuerbach en el libro titulado La esencia del cristianismo (1841) sostuvo que la teología cristiana es, en el fondo, una antropología camuflada, pues en aquella se le atribuyen a un Dios una serie de propiedades enteramente humanas, por ejemplo, sentimientos como la ira o el amor, o facultades como el entendimiento o la voluntad (el procedimiento empleado es el siguiente: lo que en el ser humano es finito, por ejemplo su ‘poder’, se convierte imaginariamente en algo infinito, como sucede cuando se habla de la ‘omnipotencia’ de Dios, etc.). Por su parte Auguste Comte (1798-1857) considera que la religión es un tipo de discurso y de práctica supersticiosa propia, únicamente, de una fase inferior y primitiva de la humanidad; según avance el progreso de la razón, la religión, simplemente, se irá extinguiendo en tanto se vuelve cada vez más superflua e innecesaria. Y en el siglo XIX encontramos ya a Marx, Nietzsche, Freud como continuadores y profundizadores de las ideas que acabamos de esbozar (desafortunadamente no cabe entrar aquí con más detalle en los vericuetos de las obras de estos tres autores decisivos en los que se concreta, afianza y culmina el ateísmo filosófico moderno).
Volvamos a la tesis inicial propia de la modernidad plena y madura. El argumento puede formularse así: si el hombre es el Sujeto de la Razón, es decir, el Fundamento del Mundo, entonces por encima de él no cabe ninguna autoridad legítima (este es el nervio central de la metafísica del sujeto, esto es, del idealismo filosófico). Este “Dios”, en la media en que sea un fenómeno abordable y tenga algún tipo de consistencia, es, por lo tanto, una proyección humana, una objetivación propia del Sujeto, una representación de éste (nunca una instancia superior y anterior al Hombre pues algo así carece simplemente de sentido). Desde esta tesis básica surgen y se despliegan dos grandes líneas, es decir, dos tradiciones filosóficas:
1) Según la primera la proyección de Dios por el Sujeto es a la vez necesaria y
benéfica (es la línea marcada por Kant, Hegel o Husserl).
2) Según la segunda la proyección de Dios por el Sujeto es superflua y dañina,
por lo que, en último término, debería ser evitada (cosa que defienden, entre otros, Feuerbach, Comte, Marx, Nietzsche y Freud).
Pero insistimos en el punto central: el Sujeto moderno, por su propia naturaleza, implica la “muerte de Dios”. La modernidad, como decimos, sostiene con vigor que el hombre es el sujeto de la razón, es el fundamento del mundo, es decir: es el legislador autónomo del que sale y en el que se justifica todo orden y toda ley (sea en el campo de la ciencia o en el de la moral). Si esto se acepta tiene que extraerse esta inevitable consecuencia: “Dios” es una proyección (objetivación, representación) humana (esto se afirma en Kant -donde Dios es una Idea de la razón teórica o un Postulado de la razón práctica- y, después, se confirma en Feuerbach y otros autores). Tal vez se diga -como Kant o Hegel o Husserl- que la proyección humana de Dios por parte del Sujeto racional es una proyección necesaria, imprescindible y benigna. Pero, como acabamos de explicar, también otros autores que siguen este mismo camino concluyen que esa proyección humana de Dios es perniciosa y perjudicial, y, por ello, debe dejarse en suspenso en la medida en que compromete y socava el papel del Hombre como el Fundamento. Ahora bien, en este contexto moderno lo que en modo alguno cabe es poner en pie de igualdad dos soberanías: o soberanía del Hombre o soberanía de Dios; el Hombre, como el Sujeto de la Razón, no puede en modo alguno, precisamente porque es un fundamento absoluto, un legislador autónomo, depender de Dios; es decir: si el hombre es el sujeto, “Dios” es un objeto, algo objetivado, una representación (y, luego, se puede discutir si esa objetivación es racional o es irracional, si es necesaria y benéfica o superflua y dañina). Lo que -siempre en contexto moderno- es inaceptable es un mero “reparto de soberanías”, por ejemplo, si se afirma que “Dios reina en el Cielo y el Hombre reina en la Tierra”; estaríamos, aquí, ante un mero reparto arbitrario: hay, pues, que elegir o teocentrismo o antropocentrismo (no se puede buscar ni aceptar aquí ninguna componenda: la tesis de dos soberanos, de dos absolutos, es una pura contradicción, algo incoherente, una tesis irracional). Aunque, tal vez, precisamente en una modernidad en crisis haya que buscar una alternativa a esta doble soberanía: tal vez, se afirma en el siglo XXI, no hay un Fundamento, y, por eso, no hay tanto que elegir entre Dios y el Hombre como negar igualmente que uno u otro sean el Absoluto sobre el que todo reposa; regresaremos a esta última cuestión más adelante pues en ella se encierra una de las claves de la problemática filosófica más contemporánea.
En la segunda mitad del siglo XX, aunque con antecedentes en autores como Heidegger y Wittgenstein (cuyas principales obras aparecieron en la primera mitad), salen a la luz, a la vez, pues son dos fenómenos enlazados, la crisis de la modernidad y la crítica del sujeto (humano) como fundamento. La crítica del sujeto en la crisis de la modernidad tiene, en principio, dos vertientes: un lado posthumanista y otro lado postmetafísico. Veamos brevemente de qué se trata al acudir a estos dos términos equívocos.
1) Vertiente posthumanista. En primer lugar, para abordar este asunto con rigor, habría que distinguir con precisión entre cuatro conceptos: humanismo, antihumanismo, posthumanismo y transhumanismo; además habría que reconocer e identificar, dentro de cada uno de ellos, su propia variedad, por ejemplo: humanismo renacentista, humanismo ilustrado, humanismo existencialista, humanismo marxista, humanismo cristiano, etc,; aquí no cabe desarrollar esa tarea, pero es necesario indicarla pues si no se la aborda en su complejidad se hará un diagnóstico simplista del problema. El posthumanismo afirma que el hombre no es el centro del mundo, su arché y su télos, su alfa y su omega; es decir, implica sostener que el humano no es Dios, ni su sustituto ni su heredero, por lo cual el ser humano no es el sujeto de la razón, no es el fundamento del mundo, no es un absoluto autosuficiente ni un legislador autónomo (tiene, por lo tanto, que volver a buscarse una respuesta a la pregunta “¿qué es el ser humano?”, planteándose entonces la enorme tarea de una redefinición del concepto humano).
2) Vertiente postmetafísica. Siguiendo a Heidegger puede definirse la Metafísica de esta manera: se trata de un dispositivo de clausura implantado en el mundo y en el saber (ciencia, política, arte, etc.) según el cual, a partir de la razón de un fundamento, hay un único mundo verdadero y, por ello, un único orden racional (fijo, estable, eterno, acabado y completo, definitivo, etc.). Por su
parte Heidegger destaca que ha habido tres grandes etapas en la historia de la
metafísica occidental: la cosmológica (el platónico Mundo de las Ideas o la
trama de las formas substanciales en Aristóteles que culmina en el motor
inmóvil), la teológica (en Santo Tomás o Descartes), la antropológica (con el idealismo de Kant, Hegel o Husserl). La vertiente postmetafísica, por su parte, comienza constatando la radical falta de Fundamento (por ejemplo, cuando se dice “Dios ha muerto”); el mundo no requiere ser Fundamentado, pues todo fundamento metafísico no es sino un dispositivo implantado en el mundo y en el saber que lo clausura, y, por lo tanto, que reprime lo posible y anula todo radical acontecimiento. De todos modos, hay aquí un punto difícil: no basta con alardear de la pura des-fundamentación (y entender esto a fondo es una tarea de futuro que coincide con buscar una salida a la mera destrucción nihilista). La filosofía consiste, en definitiva, en problematizar, no en fundamentar (y, además, en el ejercicio sostenido de la razón crítica).
Mas información:
https://vykthors.wordpress.com/mitologia/#religiones
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