lunes, 22 de diciembre de 2025

Tecnodependencia, blackouts y logoterapias

 


Prometeo robó el fuego a los dioses, y con él nos dimos calor, espantamos a las sombras y a los depredadores, enjuagamos y rompimos el sabor del alimento, extendimos las horas de luz tras caer el sol, y con ello ensanchamos a la tribu, a la compañía, al relato. Sin Prometeo, no hay cartas. No hay libros. No hay Substack.

Pero con Prometeo, el santo patrón de los filósofos que diría Marx, también iniciamos una carrera sin retorno. No habría vuelta atrás. Y lo constatamos bien pronto. Cuando dejamos de ser capaces de sobrevivir con una dieta limitada, con un frío insoportable, con una oscuridad enloquecedora. A la fuerza, el fuego de Prometeo nos empujó, haciendo que incluso aquellos grupos que habían fracasado intentando domar unas semillas en un cultivo, después de unas cuantas generaciones, fueran incapaces ya de regresar al forrajeo y a la caza para subsistir. Lo habían olvidado. Trabajosos campesinos, sedentarios a la fuerza, atados al arado y a la hoz. Tecnodependientes.

Ese punto de no retorno no fue decimonónico, tras la Revolución industrial, sino mucho más antiguo. Se remonta hasta lo mitológico. Hasta una frontera en la que el mítico Prometeo es indiscernible del homínido capaz de hacer brotar la chispa con sus pedernales. Y seguimos avanzando hasta hacer que esa chispa alumbrara nuestras calles y movilizase nuestros artilugios.

El apagón energetico en toda España fue todo lo anecdótico que pueda considerarse, junto a una nevada histórica colapsante como la de Filomena, o una pandemia mundial como la del COVID. Pero a poco que uno se detiene en casa y medita sobre el día, sin ruidos ni interrupciones, ve en esa oscuridad que va entrando en casa el proceso acelerado de tecnodependencia que nos abriga y nos malcría, que nos protege y nos estupidiza, que nos cuida y nos aísla, que nos potencia y nos empequeñece.

Esta ambivalencia no es simétrica. Vivimos más y mejor, en líneas generales, que nunca. El pensamiento apocalíptico puede hacer sus delicias con estos episodios, pero sigue perdiendo la apuesta histórica, aunque la velocidad incremental haga más verosímiles nuestras vulnerabilidades. Más evidente nuestra tecnodependencia.

Porque cabalgar a lomos de este corcel prometeico nos permite innovar también en los riesgos, jineteando cada vez a un mayor galope. Porque toda tecnología lleva su accidente. Le son consustanciales. No hay accidente aéreo sin vuelo, ni catástrofe nuclear sin energía atómica. Pero, ¿y cuando el accidente lo provoca la propia dependencia? ¿Qué se advierte cuando el suelo se mueve bajo nuestros pies, como las creencias de Ortega, que vivimos sobre ellas, dándolas por supuesto?

Entonces la tecnodependencia muestra sus sombras. Como esa ausencia de luz, ausencia de un dios judeocristiano todopoderoso, con la que Agustín de Hipona concebía al mal. La imperfección del mundo era compatible con un dios perfecto sólo cuando su mano protectora se ausentaba. En una civilización tecnológica, un halo invisible que damos por supuesto recubre nuestra cotidianidad aislándonos peligrosamente de la inclemencia que siempre acecha. Se muestra, como decía Ortega, ese sueño arriesgado en que vivimos creyendo que el automóvil y la aspirina no son cosas que hay que fabricar, sino cosas, como la piedra o la planta, que son dadas al hombre sin previo esfuerzo.

Entonces, cuando la tecnología de Prometeo se desvanece, cuando un apagón masivo se descuelga por la ladera de nuestro camino, de pronto afloran nuestras constantes y encarnadas dependencias diarias. No hay luz para subir en ascensor, para ver dentro del cuarto, para pagar sin efectivo, para seguir produciendo en la fábrica, para mantenernos comunicados a distancia, para saber qué hora es, para saber qué pasa. Nos asalta la pregunta: ¿Cómo sobreviviriamos si la situación se volviera permanente? ¿Podria valerme de forma autosuficiente como lo podrian hacer mis antepasados sin el apoyo tecnológico?

La fragilidad de los grupos electrógenos y sistemas de alta disponibilidad en aeropuertos y hospitales más que tranquilizar revelan descarnadamente esta contraída vulnerabilidad. Esta tecnodependencia de la civilización.

Millones viven porque una vacuna se lo permitió, porque un pesticida aseguró su sustento, porque un transporte les da acceso a un medio de subsistencia. Sin la tecnología, el vecino en silla de ruedas a duras penas regresa a su casa, el enfermo con respiración asistida contiene el aliento por sus baterías, la embarazada con angustia apenas sale del ascensor, el cirujano casi no salva una vida.

La ambivalencia también nos ofrece una perspectiva inusitada, esa que muestra el óxido de nuestros engranajes, los roces del ser contra los pernos y las ruedas dentadas, las manos vírgenes que apenas saben ya forzar, hurgar, cargar. Esa tecnodependencia también nos habla de nuestro sedentarismo tecnológico, de no saber orientarnos en la ciudad sin navegador, de sentir incomodidad por comprometer la palabra cuando se acuerda o se queda a una hora en un lugar, sin la facilidad para enmendar o desdecirse a la distancia de un mensaje digital (algo que no era necesario años atrás).

Un apagón revela las costuras incluso de aquellos recursos que teníamos acumulando polvo y a los que, queriendo hacer de la necesidad virtud, hemos querido acudir para nuestro entretenimiento y desconcierto. Por ejemplo, abriendo ese juego de mesa, con su tablero y sus fichas, cuyas instrucciones primeras invitan a usar una app y leer un código QR sólo para comenzar, buscando radios analógicas, walkmans o libros de instrucciones en papel impreso, pilas en vez de baterias, velas o aparatos a gas.

Pero las costuras no son solo cotidianas. Revelan que los cimientos de nuestra civilización humana, de nuestra convivencia pacífica y nuestro respeto al derecho, descansan también en esa tecnología. Cuando la luz se va, las calles son más inseguras para algunos, los asaltantes de comercios y garajes se sienten más impunes, y asoma ese lobo hobbesiano que también llevamos dentro, pero quizás tambien emerge el espititu de asociación, de colaboración, de unión ante la soledad e incertidumbre, el desamparo, la contraparte rousseauriana o bakuniana, esa que nos trae la razón, en vez del miedo y la emoción. Los egoísmos en las colas urgentes de supermercados desmantelados, bajo una fiebre apocalíptica de pilas y papel higiénico. La cooperativa y comercial civilización enseña, en sus pies de barro, el mismo barro del que estamos hechos, entregándonos a un caos circulatorio de vehículos y peatones, para quienes las vigentes normas viales más elementales parecen haber quedado suspendidas como el filamento de los semáforos.

La tecnodependencia, sin embargo, también aflora mostrando un lado amable y posible, que llena sorpresivamente las calles de gente, emergida del subsuelo de ciudad cuando el metro se interrumpe y porque en casa no hay pantalla candente a la que quedarse pegados como mosquitos; y la gente se reúne en las plazas, en los parques, y conversa en los portales y en las aceras.

En lugar de conectarse a Internet para desconectarse del mundo, parece por unas horas tener la ocasión para desconectarse de Internet y reconectarse con el mundo, con el vecino, con el parroquiano, presentando batalla por un instante a nuestra epidemia de soledad.

También halla ocasión de reconectarse con un instante de silencio, de conversación cara a cara, con un libro, con un bolígrafo y un cuaderno. Aquí estoy. Nos sorprenden gratamente con una llamada a voz en grito desde la calle, de alguien que como en los pueblos nos reclama, o nos asalta con un golpe delicado y ya olvidado sobre la puerta de casa, sin haber anunciado antes por ninguna vía posible, ni siquiera un timbre, que nos visitaba.

La tecnodependencia inhibe nuestra capacidad de respuesta y resiliencia, que de nuevo ha de desperezarse y salir a ofrecer su antifragilidad para asimilar inesperados cisnes negros. Para observarlos con arrojo y templanza. Para explicarle con la serenidad posible a una hija que pregunta que no hay precedentes, que la incertidumbre siempre es inevitable y que, a pesar de todo, hay que estar razonablemente tranquilos. Precavidamente calmados.

Pues ese lobo hobbesiano que nos anida bien sabe hacer uso, en cuanto se lo dan, de aquel anillo de Giges que la tecnodependencia de pronto habilita y del que ya nos hablara Platón: como ha hecho en nuestros días la popular capa de invisibilidad de Tarnkappe de Siegfried, el casco de Hades o el manto de Morgana, el anillo de Giges permitía actuar de forma invisible a quien lo portaba. Un fantástico experimento mental para evaluar nuestra catadura moral. Sin una sociedad punitiva con sus desvaríos y tecnológicamente capaz de detectarlos, la entropía aparece. El apagón que se lleva la luz brinda esa invisibilidad. Y en la penumbra observamos cómo nuestra moral resplandece o brilla por su ausencia, tanto para vandalizar, anillo de Giges en mano, como para repartir comida a los vecinos que no se valen por sí mismos, con una linterna generosa, con la de Diogenes que caminaba buscando de dia con ella encendida un ser humano honesto y la autarkeia, vida simple en la autosuficiencia.

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Afrontar la oscuridad con esperanza

La esperanza - decía Nietzsche - es el peor de los males, pues prolonga el tormento del hombre¹. Pero quizá esa prolongación pueda tener sus ventajas si con ella, al final, la vida sigue adelante.

De hecho, Nietzsche reforzaba su amor por el destino y su renuencia a renegar del sufrimiento sintetizando con otra frase una condición humana nuclear:

Quien tiene un porqué para vivir puede soportar casi cualquier cómo.

De esta frase² gustaba especialmente Viktor Frankl, el célebre psiquiatra vienés que sobrevivió a los campos de concentración nazis y que alcanzó renombre internacional con su obra El hombre en busca de sentido. La citaba en esta obra en la que relató su experiencia como prisionero y cómo había sido testigo de primera mano de que el hallazgo de un propósito personal había resultado un factor determinante para la supervivencia de todo tipo de prisioneros en las condiciones inhumanas más deplorables y extremas. Frankl recordaba al compañero que sobrevivía aferrado a la ilusión de volver a ver a su esposa, al científico que se repetía mentalmente las líneas de un manuscrito que algún día terminaría, o al hombre que encontraba fuerza en la convicción íntima de que su sufrimiento tenía un sentido trascendente. Si encontramos sentido - venía a postular - podrá haber dolor, pero no sufrimiento, o al menos este podrá ser más llevadero.

Y Frankl convirtió esa experiencia en una herramienta de supervivencia que intentó sistematizar con su logoterapia, un enfoque psicoterapéutico centrado en ayudar a las personas a encontrar un sentido a su vida incluso en medio del dolor y la adversidad, utilizando para ello técnicas como la clarificación de valores, la reformulación de las experiencias traumáticas y la proyección hacia metas significativas. El "porqué" como salvavidas ante el "cómo". Frankl se volvió una celebridad, y fue condecorado en mil lugares, mientras su obra se convertía en un bestseller internacional.

Sin embargo, y dejando a un lado la cuestionable efectividad de su terapia, hay quienes han sabido señalar los peligros que entraña esta aproximación que parece situar la capacidad de supervivencia en la responsabilidad del individuo y su determinación para encontrar propósito. Lawrence Langer en 1982 ya calificó el libro de "casi siniestro" por reducir la supervivencia en el Holocausto a una cuestión de actitud positiva. Y así nos lo recordaba hace poco Pablo Malo, que se atrevía a sugerir que la causalidad podría estar invertida. Que no es el propósito lo que genera la fuerza, sino la fuerza —genética, física, emocional— la que permite construir y sostener un propósito. Que el “porqué” es, muchas veces, el reflejo posterior de una capacidad previa para resistir el “cómo”. Que la frase de Nietzsche y la práctica de Frankl describen más un efecto que una causa.

Si esto es cierto, pedirle a alguien que encuentre sentido en medio del naufragio puede ser inútil o incluso cruel, si antes no se le da el mínimo de estabilidad para que ese sentido pueda echar raíces. O que, simplemente, hay quienes genéticamente son más capaces de sobrevivir, ayudados por el ambiente y, especialmente, por la fortuna. Y quienes no. Que los primeros encuentren propósitos es sólo una secuela de su circunstancia. Un sesgo del superviviente de manual. Desde la privilegiada atalaya - en términos relativos - de la que Frankl pudo disfrutar, elaboró un discurso conveniente y de autoayuda que contrasta con la realidad y la suerte de millones que fenecieron en los campos y no tuvieron voz ni oportunidad. Pablo Malo tiene mucha razón en su crítica. Aunque el ejercicio no deja de tener cierta ironía³.

No obstante, ¿es la capacidad de encontrar un sentido sólo un efluvio que mana de una predisposición? Aunque Pablo admite una posible realimentación, defiende encendidamente que la corriente causal más fuerte es la genética y, en todo caso, la azarosa. ¿Será entonces que los fuertes, como los llamara también Nietzsche, son los únicos capaces de abrirse paso, ya sea porque encuentran ese sentido de la tierra, porque la fortuna les sonríe o porque naturalmente prosperan, aunque lo hagan escudándose en subterfugios decadentes - trascendentes - y otros relatos mágicos que supuestamente se sostienen como origen de su fuerza, pero que en realidad no resisten la más mínima prueba de verdad?

Se abre de nuevo ante nuestros ojos el viejo y clásico debate entre naturaleza y crianza - nature-nurture. ¿Los supervivientes nacieron con más probabilidades de sobrevivir o podríamos haber intervenido para criarlos/educarlos/cultivarlos así? Durante años hemos repetido que la dicotomía estaba superada, que lo importante es la interacción. Y es cierto: un temperamento fuerte facilita aprender de una experiencia favorable; una experiencia favorable puede reforzar un temperamento frágil. Pero es preciso ponderar esta interacción multicausal, y reconocer el peso de las realimentaciones y contribuciones al resultado final. Subrayar cualquiera de ellas ignorando las demás o equipararlas es simplificar. Aunque cuantificarlas sea harto complejo.

El debate, no obstante, es omnipresente, habida cuenta de la aparente dualidad humana entre su condición fisiológica y su cultura simbólica. Karl Marx defendía que las condiciones materiales —la base económica, las infraestructuras productivas, las relaciones de trabajo— modelan y, en cierto modo, determinan las ideas, valores y creencias que conforman la superestructura cultural. Max Weber, por su parte, argumentaba que ciertas ideas, creencias religiosas o valores éticos pueden actuar como motor de cambio histórico, influyendo y hasta moldeando las propias condiciones materiales que las sustentan. Para el primero, la ideología burguesa justifica el statu quo al emerger de las condiciones materiales en las que esta clase retenía la propiedad privada de los medios de producción. Para el segundo, la ética protestante había podido inducir un visión positiva hacia la austeridad y el trabajo, como síntomas de salvación predestinada, lo que habría favorecido la el auge del capitalismo y sus miserias. En mayor o menor intensidad y contexto, ambas parecen plausibles, incluso compatibles, aunque a la larga las hayamos visto opuestas y, hayamos comprobado, en cualquier caso, que eran erradas.

Del mismo modo, el debate entre genética innata y aprendizaje adquirido sigue vigente en nuestros días. Los estudios más recientes, basados en disciplinas como la genómica conductual y la epigenética, apuntan a que la carga genética explica una proporción significativa —aunque variable según el rasgo estudiado— de nuestras capacidades y comportamientos. Meta-análisis de estudios con gemelos y hermanos sugieren que la heredabilidad de rasgos como la resiliencia psicológica o la capacidad de afrontamiento puede situarse entre el 30% y el 50%, lo cual explica mucho, pero sigue dejando un margen considerable para la influencia del entorno, incluida la influencia psicológica y social. Además, la investigación en epigenética muestra que las experiencias vitales, la nutrición o el estrés crónico pueden modular la expresión de genes asociados a estas capacidades, matizando así la idea de una determinación estrictamente biológica.

Si las creencias que dan sentido a nuestra vida han sido capaces de influir tan poderosamente sobre nuestros instintos más primarios, como el de la supervivencia, hasta habernos convocado a morir por nuestras ideas, en el circo romano, la cruzada o la trinchera, ¿no debemos reconocer el poder que tiene en nuestra resiliencia aferrarnos a la pluma de Dumbo, perseguir a Moby Dick, olisquear la zanahoria entre rebuznos, otear el fulgor verde de la bahía del Gran Gatsby, inspirar la acción en el honor de Dulcinea? El poder de nuestros relatos - aunque sean ficticios - incentiva nuestra resistencia. Especialmente si proporcionan sentido.

Pues la búsqueda de sentido, una poderosa arma que emerge de nuestro aparato cognitivo y emocional, que orquesta la cooperación humana, y permea todo tipo de comportamientos y actitudes sociales y vitales en general, sigue resistiendo en importancia, a pesar de la legítima crítica a las exageraciones simplificadoras y el relato edulcorado de Frankl.

Nietzsche lo reconoció con desprecio hacia la creencia trascendente de los débiles: “Una gran esperanza es un estimulante de la vida mucho mayor que cualquier felicidad realmente experimentada”. Pero si además, se dosifica cultivando y haciendo crecer la resiliencia como una hormesis, entonces la capacidad de resistencia crece, acorde a ese otro aforismo inserto ya en el acervo popular: “Lo que no te mata, te hace más fuerte”. O quizá, a veces, lo que simplemente nos permite seguir nadando no es la convicción de que todo tiene un sentido, sino la memoria de que, en algún momento, alguien nos sacó del agua.

1 Humano, demasiado humano.

2 Algo parafraseada, pero la original parece en El crepúsculo de los ídolos como: Si tienes tu propio porqué en la vida, podrás arreglártelas con casi cualquier cómo.

3 Pablo considera a Frankl culpable de hacer sentir culpables a los que no sobrevivieron o no son capaces de encontrar sentido a su sufrimiento; pero, en realidad, él mismo considera que no somos realmente libres y que, por tanto, no puede haber culpables en sentido estricto.

4 Por ejemplo este estudio, o este estudio.

5 El Anticristo.

6 Algunos estudios avalan esta idea, por ejemplo en la evolución de las carreras científicas: según un estudio de la Universidad Northwestern, quienes enfrentaron fracasos tempranos tenían un 6,1 % más de probabilidades de alcanzar el éxito a largo plazo, lo que sugiere que ciertas adversidades pueden actuar como catalizadores del crecimiento profesional. Sin embargo, esa lógica no se extiende sin reservas a todos los ámbitos. Por ejemplo, los traumas infantiles tienen mayor riesgo de verse afectadas negativamente en su etapa adulta, lo que cuestiona la aplicabilidad de la “teoría de la inoculación” psicológica, como se revela en este estudio. Y algo similar ocurre en genética: como advierte Miguel Pita en El ADN dictador (2017), ciertas agresiones al cuerpo —como la exposición prolongada a pantallas— no generan adaptación, sino desgaste; el organismo no siempre se fortalece, a veces simplemente se rompe.

7 El crepúsculo de los ídolos.

Fuentes:

https://newsletter.ingenierodeletras.com/p/tecnodependencia?publication_id=2107720&post_id=162366390&isFreemail=true&r=4eylyq&triedRedirect=true

https://newsletter.ingenierodeletras.com/p/nietzsche-y-las-ratas?publication_id=2107720&post_id=170864406&isFreemail=true&r=4eylyq&triedRedirect=true


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