domingo, 25 de marzo de 2018

Byung-Chul Han: ¿Por qué hoy no es posible la revolución? Desencanto, la muerte de Eros y del pensamiento.




Para descifrar la alta estabilidad del sistema de dominación liberal hay que entender cómo funcionan los actuales mecanismos de poder. El comunismo como mercancía es el fin de la revolución.

¿Por qué el régimen de dominación neoliberal es tan estable? ¿Por qué hay tan poca resistencia? ¿Por qué toda resistencia se desvanece tan rápido? ¿Por qué ya no es posible la revolución a pesar del creciente abismo entre ricos y pobres? Para explicar esto es necesario una comprensión adecuada de cómo funcionan hoy el poder y la dominación.

Quien pretenda establecer un sistema de dominación debe eliminar resistencias. Esto es cierto también para el sistema de dominación neoliberal. La instauración de un nuevo sistema requiere un poder que se impone con frecuencia a través de la violencia. Pero este poder no es idéntico al que estabiliza el sistema por dentro. Es sabido que Margaret Thatcher trataba a los sindicatos como “el enemigo interior” y les combatía de forma agresiva. La intervención violenta para imponer la agenda neoliberal no tiene nada que ver con el poder estabilizador del sistema.

El poder estabilizador de la sociedad disciplinaria e industrial era represivo. Los propietarios de las fábricas explotaban de forma brutal a los trabajadores industriales, lo que daba lugar a protestas y resistencias. En ese sistema represivo son visibles tanto la opresión como los opresores. Hay un oponente concreto, un enemigo visible frente al que tiene sentido la resistencia.


El carácter estabilizador del sistema ya no es represor, sino seductor; es decir, cautivador.

El sistema de dominación neoliberal está estructurado de una forma totalmente distinta. El poder estabilizador del sistema ya no es represor, sino seductor, es decir, cautivador. Ya no es tan visible como en el régimen disciplinario. No hay un oponente, un enemigo que oprime la libertad ante el que fuera posible la resistencia. El neoliberalismo convierte al trabajador oprimido en empresario, en empleador de sí mismo. Hoy cada uno es un trabajador que se explota a sí mismo en su propia empresa. Cada uno es amo y esclavo en una persona. También la lucha de clases se convierte en una lucha interna consigo mismo: el que fracasa se culpa a sí mismo y se avergüenza. Uno se cuestiona a sí mismo, no a la sociedad.

Es ineficiente el poder disciplinario que con gran esfuerzo encorseta a los hombres de forma violenta con sus preceptos y prohibiciones. Es esencialmente más eficiente la técnica de poder que se preocupa de que los hombres por sí mismos se sometan al entramado de dominación. Su particular eficiencia reside en que no funciona a través de la prohibición y la sustracción, sino a través del deleite y la realización. En lugar de generar hombres obedientes, pretende hacerlos dependientes. Esta lógica de la eficiencia es válida también para la vigilancia. En los años ochenta, se protestó de forma muy enérgica contra el censo demográfico. Incluso los estudiantes salieron a la calle. Desde la perspectiva actual, los datos necesarios como oficio, diploma escolar o distancia del puesto de trabajo suenan ridículos. Era una época en la que se creía tener enfrente al Estado como instancia de dominación que arrebataba información a los ciudadanos en contra de su voluntad. Hace tiempo que esta época quedó atrás. Hoy nos desnudamos de forma voluntaria. Es precisamente este sentimiento de libertad el que hace imposible cualquier protesta. La libre iluminación y el libre desnudamiento propios siguen la misma lógica de la eficiencia que la libre autoexplotación. ¿Contra qué protestar? ¿Contra uno mismo?

Es importante distinguir entre el poder que impone y el que estabiliza. El poder estabilizador adquiere hoy una forma amable, smart, y así se hace invisible e inatacable. El sujeto sometido no es ni siquiera consciente de su sometimiento. Se cree libre. Esta técnica de dominación neutraliza la resistencia de una forma muy efectiva. La dominación que somete y ataca la libertad no es estable. Por ello el régimen neoliberal es tan estable, se inmuniza contra toda resistencia porque hace uso de la libertad, en lugar de someterla. La opresión de la libertad genera de inmediato resistencia. En cambio, no sucede así con la explotación con la libertad. Después de la crisis asiática, Corea del Sur estaba paralizada. Entonces llegó el FMI y concedió crédito a los coreanos. Para ello, el Gobierno tuvo que imponer la agenda liberal con violencia contra las protestas. Hoy apenas hay resistencia en Corea del Sur. Al contrario, predomina un gran conformismo y consenso con depresiones y síndrome de Burnout. Hoy Corea del Sur tiene la tasa de suicidio más alta del mundo. Uno emplea violencia contra sí mismo, en lugar de querer cambiar la sociedad. La agresión hacia el exterior que tendría como resultado una revolución cede ante la autoagresión.


Cada uno es amo y esclavo. La lucha de clases se convierte en una lucha interna, consigo mismo.

Hoy no hay ninguna multitud cooperante, interconectada, capaz de convertirse en una masa protestante y revolucionaria global. Por el contrario, la soledad del autoempleado aislado, separado, constituye el modo de producción presente. Antes, los empresarios competían entre sí. Sin embargo, dentro de la empresa era posible una solidaridad. Hoy compiten todos contra todos, también dentro de la empresa. La competencia total conlleva un enorme aumento de la productividad, pero destruye la solidaridad y el sentido de comunidad. No se forma una masa revolucionaria con individuos agotados, depresivos, aislados.

No es posible explicar el neoliberalismo de un modo marxista. En el neoliberalismo no tiene lugar ni siquiera la “enajenación” respecto del trabajo. Hoy nos volcamos con euforia en el trabajo hasta el síndrome de Burnout [fatiga crónica, ineficacia]. El primer nivel del síndrome es la euforia. Síndrome de Burnout y revolución se excluyen mutuamente. Así, es un error pensar que la multitud derroca al empire parasitario e instaura la sociedad comunista.

¿Y qué pasa hoy con el comunismo? Constantemente se evocan el sharing (compartir) y la comunidad. La economía del sharing ha de suceder a la economía de la propiedad y la posesión. Sharing is caring, [compartir es cuidar], dice la máxima de la empresa Circler en la nueva novela de Dave Eggers, The Circle. Los adoquines que conforman el camino hacia la central de la empresa Circler contienen máximas como “buscad la comunidad” o “involucraos”. Cuidar es matar, debería decir la máxima de Circler. Es un error pensar que la economía del compartir, como afirma Jeremy Rifkin en su libro más reciente La sociedad del coste marginal nulo, anuncia el fin del capitalismo, una sociedad global, con orientación comunitaria, en la que compartir tiene más valor que poseer. Todo lo contrario: la economía del compartir conduce en última instancia a la comercialización total de la vida.

El cambio, celebrado por Rifkin, que va de la posesión al “acceso” no nos libera del capitalismo. Quien no posee dinero, tampoco tiene acceso al sharing. También en la época del acceso seguimos viviendo en el Bannoptikum, un dispositivo de  exclusión, en el que los que no tienen dinero quedan excluidos.  Airbnb, el mercado comunitario que convierte cada casa en hotel, rentabiliza incluso la hospitalidad. La ideología de la comunidad o de lo común realizado en colaboración lleva a la capitalización total de la comunidad. Ya no es posible la amabilidad desinteresada. En una sociedad de recíproca valoración también se comercializa la amabilidad. Uno se hace amable para recibir mejores valoraciones. También en la economía basada en la colaboración predomina la dura lógica del capitalismo. De forma paradójica, en este bello “compartir” nadie da nada voluntariamente. El capitalismo llega a su plenitud en el momento en que el comunismo se vende como mercancía. El comunismo como mercancía: esto es el fin de la revolución.


"Ahora uno se explota a sí mismo y cree que está realizándose”. 

Han recuerda que las redes solo quieren presentarnos aquellas secciones del mundo que nos gustan. Es decir, al final esta interconexión digital no facilita el contacto con otros, sino que sirve “para encontrar personas iguales y que piensan igual, haciéndonos pasar de largo ante los desconocidos y quienes son distintos”, escribe en La expulsión de lo distinto. La consecuencia es que nuestro horizonte de experiencias “se vuelve cada vez más estrecho”.

Nos vigilamos unos a otros

Otro efecto de esta exposición constante es que hemos creado un panóptico digital. Con su panóptico, Jeremy Bentham propuso un diseño de prisión en el que el vigilante siempre podía observar a todos los presos. En cambio, en su versión digital todos nosotros somos vigilantes y vigilados a la vez: “El Big Brother digital traspasa su trabajo a los reclusos”.
Las redes “generan un efecto de conformidad, como si cada uno vigilara al otro, y ello previamente a cualquier vigilancia y control por servicios secretos”, escribe en Psicopolítica. No necesitamos a la NSA estadounidense para buscar y exponer tuits ajenos que nos parezcan fuera de lugar y someterlos al que en su opinión es el “auténtico fenómeno de la comunicación digital”, los linchamientos.

La indignación sin discurso

Esta vigilancia acaba generando olas de indignación que “son muy eficientes para movilizar y aglutinar la atención”. Pero que también son “demasiado incontrolables, incalculables, inestables, efímeras y amorfas” como para “configurar el discurso público”, escribe en En el enjambre.
En esta movilización no hay comunicación real ni ninguna identificación con la comunidad. Tampoco se desarrolla “ninguna fuerza poderosa de acción”. Genera mucho ruido, pero ninguna voz, ningún público articulado. Las multitudes indignadas son fugaces y dispersas, “enjambres de puras unidades”.
La indignación queda en nada porque “el nuevo hombre teclea en lugar de actuar”. Somos consumidores y ante la política o los movimientos sociales solo reaccionamos de forma pasiva. Y, como si se tratara de cualquier servicio o producto, nos limitamos a refunfuñar y a quejarnos, sin ir más allá.

Una sucesión de instantes


En redes compartimos toda clase de información: nuestras opiniones, nuestras fotos, nuestro currículum… “Sin saber quién, ni qué, ni cuándo, ni en qué lugar se sabe de nosotros”, recuerda en Psicopolítica. Todo lo que publicamos es susceptible de empaquetarse y venderse en forma de datos. Es decir, no solo nos explotan durante el tiempo de trabajo, “sino también a toda la persona, la atención total, incluso la vida misma”. Lo hacemos además de forma voluntaria y gratuita.
El big data puede ser incluso peor que el Gran Hermano, ya que no olvida nada. Cualquier error o indiscreción seguirá apareciendo en Google dentro de décadas.

Quizás no pensamos en lo que ocurrirá dentro de décadas porque también ha cambiado la forma en la que experimentamos el tiempo. No es que se haya acelerado, como se dice en ocasiones, sino que se trata de un tiempo atomizado, en el que “todos los momentos son iguales entre sí” y en el que se “destruye la experiencia de la continuidad”, explica en El aroma del tiempo. Vivimos en un “shock del presente”, como apuntaba el ensayista Douglas Rushkoff: nuestro día a día se organiza alrededor de las notificaciones del móvil, sin permitirnos ni un solo momento vacío.
Nuestros tuits no narran “ninguna historia de vida, ninguna biografía”. Es solo adición y no narración. Lo mismo ocurre con todo lo que acumulamos en Facebook: fotos, publicaciones, comentarios... Esa memoria digital se parece a un trastero en el que amontonamos todo lo que ni usamos, ni tiramos. Es decir, al final no somos capaces ni de olvidar ni de recordar.
Estos instantes no tienen ningún elemento en común, “ningún proceso vital más allá de la búsqueda de la excitación continua”. Y de ahí procede el ritmo nervioso que caracteriza a la vida actual. Se vuelve a empezar una y otra vez, se hace zapping entre las “opciones vitales”. Nos apresuramos de un presente a otro sin aprender de lo vivido ni planificar el futuro. “Así es como uno envejece sin hacerse mayor”, escribe Han. Y añade, para rematar, “por eso la muerte, hoy en día, es más difícil”.
Aunque Han no es muy optimista, sí que ofrece una solución: la contemplación, el silencio. Pero no se refiere a apartarse del mundo ni volver a una sociedad premoderna, “sino de pararnos a pensar, a mirar”, para poder así reflexionar acerca de nuestras vidas y darles ese sentido, esa narrativa que se corre el riesgo de perder. Y, también, para evitar caer en engaños, como cuando confundimos la autoexplotación con la realización personal o como cuando olvidamos que el trabajo es solo un medio y no un fin en sí mismo.

Byung-Chul Han, pensador coreano afincado en Berlín, es la nueva estrella de la filosofía alemana. La asfixiante competencia laboral, el exhibicionismo digital y la falaz demanda de transparencia política son los males contemporáneos que analiza en su obra.

Por qué Eros agoniza y el pensamiento llega a su final.

Uno de los ensayos que mejor acogida está teniendo en España es La agonía del Eros (Herder editorial), la obra del filósofo de la Universidad de las Artes de Berlín Byung-Chul Han. En ella, el pensador alemán de origen coreano parte de las teorías sobre la forma en que seleccionamos hoy a nuestras parejas descritas por la socióloga Eva Illouz para señalar cómo el amor está amenazado por algo más que la libertad sin fin y las enormes posibilidades de elección.

Antes, argumenta Illouz, estábamos ligados a nuestro entorno, de forma que el número de partenaires que podíamos conocer era limitado; hoy existen muchísimas más posibilidades de elección gracias a internet y eso, entre otros factores, nos ha hecho mucho más utilitaristas. Para Han, el problema va mucho más allá, ya que vivimos en una sociedad narcisista, donde la libido se invierte en la propia subjetividad y el mundo se presenta sólo como una proyección de sí mismo. Esa “erosión del otro” es la que mata al Eros, porque el narcisista no puede encontrar nada fuera que sea distinto de sí, y por lo tanto no hay nada que pueda amar.

La mejor prueba de esa erosión del otro está en el porno, que es la antípoda del Eros porque aniquila la sexualidad misma. Bajo este aspecto, dice Han, es incluso más eficaz que la moral: lo obsceno en el porno no es el exceso de sexo, sino que allí no hay sexo. La sexualidad hoy, no está amenazada por aquella razón pura que, adversa al placer, evita el sexo por ser algo sucio sino por la pornografía.
Esa ‘erosión del otro’ es la que mata al Eros, porque el narcisista no puede encontrar nada fuera que sea distinto de sí, y por lo tanto no hay nada que pueda amar.

El porno es expresión exacta del narcisismo típico de nuestra época, que es el correspondiente a una “sociedad del rendimiento”. Antes, la palabra mágica era “deber”: estábamos constreñidos por lo que teníamos que hacer, obligaciones morales cargadas de prohibiciones; hoy, dice Han, estamos obligados a “poder”, esto es, a rendir, a conseguir resultados, a llegar más allá. Esta actitud, que es muy evidente en lo laboral, es también constitutiva de nuestras relaciones afectivas. Según Han, el amor se positiva hoy como sexualidad, una operación que está sometida a su vez al dictado del rendimiento y donde el cuerpo equivale a una mercancía. Tenemos que rendir sexualmente hasta satisfacernos al máximo. En ese contexto, el deseo del otro es reemplazado por el confort de lo igual.


Las causas del desencanto

Insistir en el rendimiento no puede más que hacernos caer en la decepción, tan frecuente en la sociedad actual. Para Han, la principal causa del desencanto no es el aumento de las fantasías sino que las elevadas expectativas. Queremos rendir, disfrutar al máximo, con lo cual no es extraño que la realidad venga después revestida de un aire decepcionante. Pero eso no tiene nada que ver con la fantasía (“el porno, que en cierto modo lleva al máximo la información visual, destruye la fantasía erótica”), sino con la ausencia de una negatividad que nos obligue a salir de esa dinámica repetida. Sólo la aparición del Eros, que es la aparición del otro, rompe con esa tarea contable y mecánica. Sólo la existencia de un otro no instrumentalizable puede sacarnos de ahí, afirma Han.

Byung Chul Han.
Los males que aquejan al amor y al Eros no permanecen sólo en el terreno de los sentimientos y las experiencias sexuales, sino que tienen también su traducción en el ámbito del intelecto. Según Han, el pensamiento calculador, que es el que carece de esa resistencia que introduce la mera existencia del otro, se convierte en repetitivo y aditivo y nos conduce directamente hacia el final de la teoría.
Han cita a Chris Anderson, jefe de la revista Wired, y su afirmación de que el desarrollo de los datos masivos o big data hace superflua la teoría. La misma idea siguen el profesor de Oxford Viktor Mayer-Schöngerger y del editor de datos de The Economist Kennet Cukier (Big data, la revolución de los datos masivos, Ed. Turner) con la llegada de los datos masivos nos alejamos de la tradicional búsqueda de la causalidad.

El fin de la teoría

Como seres humanos hemos sido condicionados para entender el mundo a través de los porqués, y a tratar de gestionarlo desde ese conocimiento causal. En un mundo de datos masivos ya no nos es necesario, sino que podemos actuar a través de algo mucho más útil, como son las correlaciones. Se trata de medir las distintas variables relacionadas en un fenómeno y poner los datos en común. De ese modo, y a través de los mecanismos analíticos digitales, descubriremos qué es lo que pasa aunque no sepamos por qué. “Las correlaciones no nos dicen la causa de lo que ocurre, pero sí nos alertan de que algo pasa”, aseguran Mayer y Cukier.

Imaginemos que podemos medir los datos de los días previos de las ciudades que sufrieron un terremoto. Hasta la fecha, lo que tratábamos de hacer era entender qué ocurría, buscar una explicación a partir de la cual comprender el fenómeno y prevenir futuras desgracias. Ahora no: simplemente debemos cruzar los datos disponibles, pulsar enter, y esperar que la máquina nos ofrezca correlaciones. Si hay variables que se repiten en todos los casos, sabremos ya que algo está ocurriendo aunque no lo entendamos. Algunas de ellas pueden tener sentido, otras no, pero nos da igual. Si en todas las ciudades el gasto energético estaba en un pico alto o si era la misma hora del día o si sus alcantarillas estaban llenas, no entraremos a valorar por qué ocurre eso, sólo tendremos en cuenta que eso ocurrió cuando se produjo la catástrofe.

Para Han esto es un error porque “no hay un pensamiento llevado por los datos. La ciencia positiva, basada en ellos, que se agota con la igualación y la comparación, pone fin a la teoría en modo amplio… La ciencia positiva, guiada por los datos, no produce ningún conocimiento o verdad”. Para Han, lo que nos ofrecen son informaciones, pero eso no supone ningún conocimiento en sí mismo, porque éstas no cambian ni anuncian nada y por lo tanto carecen de consecuencias. Sin embargo, “el conocimiento, cuando le precede una experiencia, puede conmover hondamente lo que ha sido en conjunto y hacer que comience por algo diferente”. Los datos no nos sacan del "infierno de lo igual", necesitamos de la teoría y del pensamiento para eso.




sábado, 10 de marzo de 2018

Entre la seducción y la angustia: Kierkegaard, Nietzsche y Jordan Peterson sobre vida.



¿SON SÓLO DOS LAS OPCIONES DE VIDA PARA EL SER HUMANO? ¿LA SEDUCCIÓN O LA ANGUSTIA?

No importa qué, el ser humano es capaz de convertir casi cualquier cosa en distractor de su propia angustia y en máscara de su malestar. Religión, política, arte, sustancias como el alcohol o las drogas, banalidades como las que circulan a cada instante en la televisión y ahora en las redes sociales, seducción en todas sus formas, tanto trabajo como pueda soportar, la “ciencia” y el “conocimiento”… Y es capaz también de entretenerse así toda su vida, en espera de que le llegue su hora.

Pero por alguna razón encuentra sumamente difícil parar por un momento y mirar esa angustia de frente e interrogar su malestar, preguntarse de dónde vienen o por qué se han asentado en su vida y si acaso podría vivir de otro modo. Pareciera que el ser humano prefiere perder su tiempo así, en eso, que “perder” algunos minutos de su día no para conocerse a sí mismo, porque eso también puede convertirse en un entretenimiento, sino para vivir realmente, tomar conciencia plena de la vida, experimentar este flujo imparable que llama vivir y preguntarse al instante siguiente si eso que sintió, si eso que percibió es la experiencia que desea.

A eso se refiere Kierkegaard: la vida no es un problema que deba resolverse, es una realidad que necesita experimentarse.

A eso se refiere Nietzsche: si esta noche un demonio llegara a tu habitación y te revelara de pronto que todo lo que has vivido hasta ese instante lo volverás a vivir una y otra vez, por los siglos de los siglos, ¿qué pensarías?. Tu vida, tal y como la has vivido y conducido hasta el momento, ¿soportaría esta condena del eterno retorno de lo mismo? ¿La soportaría a tal grado que escucharías el dictado del demonio no como una condena, sino sólo como una nueva circunstancia de tu existencia que enfrentarías incluso con cierta alegría?

Hasta ahora, ¿puedes decir que has vivido realmente?. La hora que acaba de transcurrir, la mañana de este día, la semana pasada, el mes que terminó, los últimos 5 o 10 años… ¿puedes decir que has aprovechado plenamente tu vida?. Tu vida. No la vida de tus padres o de alguien más en tu familia, no la vida del capitalismo, no la vida del patriarcado, no la vida del país o la época o la cultura en que naciste. Tu vida. ¿Qué experiencia te devuelve tu propia vida?.

El ser humano debe tomar conciencia de la vida y vivir, o tomar conciencia de la muerte y vivir. Todo estado intermedio es estar muerto en vida.


BUSCAR LA FELICIDAD TE HACE INFELIZ


Las penas, el sufrimiento y la soledad son los grandes constructores de carácter. El ser humano nunca es realmente grande hasta que su corazón se rompe. -Manly P. Hall

Es un dicho budista que buscar la felicidad es la causa de la infelicidad. Para los budistas el andar por el mundo deseando, persiguiendo sensaciones de placer o incluso aferrándonos a aquellas cosas que creemos nos hacen felices -como una pareja, dinero, éxito, etc.- asegura que sufriremos, porque todas estas cosas son impermanentes y, al cambiar, harán que lo que hoy nos hace feliz y da placer mañana nos produzca dolor. Nuestra felicidad hoy es la semilla de nuestro sufrimiento mañana.

Pensadores existencialistas, por otro lado, nos dirían que la vida es trágica. La condición del hombre en el mundo -la muerte, la enfermedad, la soledad y demás- nos colocan en una situación de estar arrojados, de alguna manera caídos (sin necesariamente recurrir a la connotación religiosa). No es de asombrarnos que el hombre y la mujer sufran, se encuentran en condiciones sumamente precarias en el mundo, aunque, al menos, puedan adquirir cierto grado de libertad (especialmente en la medida en la que se hacen responsables de sí mismo).

A esto hay que sumarle la presión moderna por ser feliz, por ser productivo y exitoso, como un imperativo categórico social que está evidentemente ligado al paradigma económico de crecimiento permanente. Uno debe de hacer algo -que muchas veces requiere consumir- para lograr sacudirse y alcanzar la felicidad que el cine, la publicidad y en general la sociedad nos dice es nuestro derecho básico (pero que parece nuestra obligación, si es que queremos ser aceptados).

Si esta es la situación en la que se encuentra el hombre, ¿qué hacer para no sumirse en la más profunda desesperanza o en el nihilismo? Para el budismo, existe un camino para trascender el sufrimiento que tiene que ver con el entrenamiento de la mente, con el desapego y con alcanzar una sabiduría contemplativa que es capaz de liberarse de todo lo condicionado -extinguiendo el deseo que hace que dé vueltas la rueda del samsara, como publiqué en artículos previos. Ya que la ignorancia es la raíz del sufrimiento, es la sabiduría lo que libera. No ahondaremos en esto en esta ocasión. ya lo hemos hecho en otros artículos sobre el budismo y en la sección de filosofía de esta misma web. Quizás más cercana a la mentalidad occidental es la asunción heroica de la vida trágica, algo que pensadores como Nietzsche o Dostoyevski han defendido -y que, como veremos, no difiere en fondo sino en método-, pero que tenemos en el Dr. Jordan Peterson una versión actualizada, que sintetiza y extrae las ideas relevantes de estos autores para una sociedad cada vez menos letrada. La vida es trágica, ser feliz es algo así como una utopía (especialmente si se porfía en serlo), pero la vida tiene sentido.

Dostoyevski en sus notas sobre su novela Crimen y Castigo escribió: “el hombre no nace para la felicidad. El hombre se gana la felicidad, y esto siempre a través del sufrimiento”. No se trata de un sufrimiento absurdo o masoquista, sino de un sufrimiento que es aceptado -porque es la realidad de la existencia- y llevado con dignidad, bajo el entendido de que tiene sentido. Tiene sentido porque se acepta una carga en función de un fin que es más alto que los propios deseos personales. Esto es en gran medida lo que hacen el amor, la compasión y la fe. Nuestros actos tienen sentido porque pueden ayudar a los demás y combatir el mal, la ignorancia e incluso el sufrimiento que existe en el mundo. No se trata de buscar la felicidad, tal cosa es endeble, se trata de encontrar el significado -y esto es la mejor forma, al final de cuentas, de acercarse lo más posible a la felicidad y hacer felices a los demás. Kierkegaard tiene un entendimiento que me parece útil y hermoso en este sentido. La vida se vuelve significativa cuando el individuo se eleva a lo universal, supeditando sus deseos a la ley moral, que representa el propósito de su existencia.

Jordan Peterson explica por qué buscar la felicidad es un mal negocio para ti del que muchos se aprovecharán:

Está bien creer que el sentido de la vida es ser felices, pero ¿qué ocurre cuando eres infeliz? La felicidad es un gran efecto secundario. Cuando llega, acéptala con gratitud. Pero es pasajera e impredecible. No es una meta que uno debe de tener -porque no es una meta. Y si la felicidad es el propósito de la vida, ¿qué pasa cuando eres infeliz? Eres un fracaso. Y quizás incluso un fracaso suicida. La felicidad es como un dulce de algodón. Simplemente no va a lograr el cometido.

Peterson cree que lo que se debe de buscar es significado en la vida, lo cual significa también tomar responsabilidades. Vivir una vida lo más posiblemente alineada con aquello que creemos es verdadero y bueno. Esa, por otro lado, sí puede ser una meta: decir la verdad e intentar hacer el máximo bien. Para hacer esto es fundamental dejar de hacer esas cosas que sabemos lastiman nuestro espíritu y hacer aquellas que sabemos nos harán bien pero que nos cuestan trabajo, que nos dan miedo. Como sugiere Nietzsche, la moralidad en una persona que no tiene cierto poder -de actuar, de amar, de destruir el mal- es un disfraz en el que se oculta la cobardía. Peterson sugiere, con Jung, que debemos de enfrentar e integrar nuestra sombra, ir hacia las profundidades donde se ocultan nuestros miedos y traumas, que son también las cuevas donde yacen los tesoros.

Por otro lado, Peterson cree que el significado (meaning) está embebido en la profundidad de la existencia, no sólo psicológica sino biológica. “Es el más profundo de los instintos más altos”, dice. El cuerpo responde al significado, por ello cuando encuentra propósito y significado puede afrontar el estrés sin colapsarse -como sugieren la observaciones en los campos de concentración de Viktor Frankl y el trabajo más reciente de científicos que correlacionan la eudaimonía con la salud. El estrés cambia de significado cuando se acepta como un desafío voluntario y no como una condena; y con sólo ese cambio de significado el cuerpo genera diferentes hormonas y neurotransmisores ante una situación, a tal punto que un estrés significativo no suele mermar el sistema inmune. Cuando encuentras significado en lo que haces dejas de pensar en lo miserable que es la vida (¡tan siquiera porque eres capaz de concentrarte!), e incluso si estás enfermo sigues haciendo lo que crees que debes hacer sin que te afecte demasiado. Es como un estado de armonía, flow o sincronicidad, que mejor puede compararse a la música: la música puede ser triste o alegre y demás, pero nos comunica de todas maneras un orden, una armonía, una estructura basada en ciertos principios. El significado se siente en el cuerpo como un modo de existencia auténtica y la autenticidad -como un traje que nos queda a la medida, y que no oculta sino revela- nos hace más nosotros, más fuertes y más libres -hay una intuición que existe en todas las culturas: que la verdad libera. El significado o sentido existencial es de hecho una alineación con el Logos de los antiguos griegos, ese principio de inteligencia y orden en el cosmos. Cristo, Buda, pero incluso Sócrates y hasta Harry Potter pueden verse como arquetipos de una misma figura con la que se llama al ser humano a “cargar la cruz”, a dar la vida por la verdad, a ser el héroe de la propia experiencia arrojada en el mundo, y cumplir su propósito: crear armonía en el mundo, balance entre el orden y el caos, ayudar a que la humanidad pueda evolucionar hacia un destino más noble.

La búsqueda de “la verdad” es peligrosa porque podemos engañarnos fácilmente -y lo hacemos todo el tiempo- y podemos cometer atrocidades desde el engaño, pero no correr el riesgo de buscar la verdad y vivir conforme a lo que creemos es verdad es mucho más peligroso, porque lo que está en juego es la libertad, no la libertad de poder hacer lo que queramos, sino de liberarnos “del mal”, de la ignorancia y quizás algún día del sufrimiento. Por otro lado, si la verdad no existe, como pensamos algunos filósofos posmodernos, y más aún si no se apuesta por la verdad, entonces el mundo no tiene sentido. No buscar la felicidad, buscar la verdad -algo esencialmente heroico e incómodo- eso es lo que Peterson propone y en gran medida explica la enorme popularidad que está cosechando su pensamiento, porque en la era de la posverdad -algo que coincide con el Kali-Yuga o la era de la no-verdad o ignorancia en la que estamos según el hinduismo, y con el vacío que deja la “Muerte de Dios” – hay una carencia marcada de esto, de verdad, de sentido, de espiritualidad. Para Jung el hombre moderno era esencialmente un hombre en busca de un alma, con sólo la verdad como arma, así camina alto por el mundo.