lunes, 31 de enero de 2022

Dimensiones del Nacionalismo (Fascismo for Dummies capitulo 2)

 


DIMENSIONES DEL NACIONALISMO

El nacionalismo es una ideología moderna que concibe la Nación como sujeto de soberanía y, por tanto, fundamento del Estado. Aunque es cierto que tan fácil es identificar al sujeto persona, como difícil identificar y definir qué es la Nación.

El nacionalismo es consustancial con la construcción y evolución del Estado moderno. Se distingue de las demás ideologías modernas, en que llama a la identidad antes que a la voluntad. El nacionalismo se pregunta por quién forma parte del pueblo o Nación; delimita y señala la comunidad nacional. Las otras ideologías modernas se preguntan por el cómo debe organizarse y ser gobernada una sociedad.

Es importante distinguir el origen de la Nación moderna de la explosión del nacionalismo. La Nación moderna es un concepto necesario e interdependiente con el Estado moderno, cuyo origen hay que estudiarlo en cada caso en relación a los orígenes del capitalismo. No hay un modelo general, pero sí hay un resultado u objetivo general compartido: A cada Estado una Nación, a cada Nación un Estado, Este es el principio general del nacionalismo. Por esto se dice que es el nacionalismo quien crea la Nación y no al revés. Porque una cosa es comprender los orígenes, los procesos históricos que han conducido a la formación de estados y naciones, y otra el «plebiscito diario» que surge de la aceptación explícita o implícita de la Nación por parte del conjunto de individuos vinculados a la misma.

No hay necesidad de nacionalismo si los individuos son súbditos del rey, puesto que éste es el soberano y garantiza la unidad del Estado. Tampoco hay necesidad de nacionalismo si el fundamento del poder estatal es únicamente la coerción y el temor. Pero sólo que haya algo de consenso o legitimación civil del poder público, es decir, de reconocimiento mutuo entre gobernantes y gobernados, aparece la semilla del nacionalismo. Y el Estado moderno es la construcción de un nosotros nacional, desde el sufragio censitario al sufragio universal y democrático.

El nacionalismo es inmanente al Estado liberal. Es el nacionalismo rutinario de los estados nacionales establecidos. Para que un Estado-nación continúe existiendo como tal, tiene que haber una serie de costumbres, rutinas, creencias ideológicas, sentimientos, símbolos que afectan e influyen en las vidas de los miembros de la Nación, que de manera consciente o inconsciente, recuerdan y sienten su pertenencia nacional y se comportan en coherencia con ella. Esto es lo que Michael Billig denomina nacionalismo banal. Un nacionalismo interiorizado o semi presencial que irrumpe con fuerza cuando la unidad nacional está en riesgo, o existe una amenaza exterior, o eso se denuncia con ánimo de movilizar adhesiones nacionalistas y fomentar el patriotismo entre la opinión pública.

En este sentido, en épocas de crisis, cuando otras identidades ideológicas se tambalean, el nacionalismo se ha manifestado con especial vigor y poderío. Cada vez que el equilibrio internacional se ha roto, el nacionalismo ha sido utilizado como argumento para la legitimación.

El «breve» siglo XX se ha caracterizado por la derivación y radicalización nacionalista de todos los estados sin excepción, fuere cual fuese el régimen político. Desde 1914 hasta 1989, el mundo ha permanecido dividido entre intereses nacionalistas, desde los grandes nacionalismos emergentes estadounidense, japonés y alemán frente a los «viejos» imperios europeos en el cambio de siglo XIX a XX, hasta la división bipolar de la segunda mitad del siglo XX y la «guerra fría» entre dos gran nacionalismos, el estadounidense y el soviético.

El siglo XX ha visto la generalización del modelo de Estado nacional, sobre la base e influencia de la correlación de fuerzas internacional, especialmente en las tres grandes olas (1918,1945,1989) de constitución de nuevos estados independientes. Las distintas ideologías y opciones políticas se han alineado e integrado a la previa identidad nacional. En los inicios del siglo XXI, cuando el nacionalismo permanece con toda su energía, y hay conflictos nacionales en todos los continentes, el recuerdo del siglo XX debería servir para desactivar y desarmar el potencial destructivo del nacionalismo de Estado. La capacidad demostrada de manipulación de la opinión pública que posee el nacionalismo, llamando al patriotismo, sea en Estados Unidos, sea en Rusia, con relación a la guerra-invasión de Irak o a la represión-genocidio de Chechenia, o el apoyo Estadounidense al Nazismo pasado y presente, muestra la urgencia de avanzar en la instauración de un derecho internacional que limite la acción (nacionalista) de los estados y obligue al respeto de los derechos humanos y de las minorías nacionales. De no ser así, y ante la irrupción del terrorismo a una escala global después de los atentados del 11 de septiembre de 2001, la dialéctica nacionalista en el espacio global puede conducir a una espiral de consecuencias fatales para la paz en el mundo.

El nacionalismo es una ideología de doble dirección. Porque existe una contraposición entre los nacionalismos «estatal-nacionales» y los otros nacionalismos «de oposición». Unos y otros tienen el mismo fin, que deviene incompatible cuando disputan un mismo territorio: un Estado propio, independiente y soberano. Pero sólo los nacionalismos «estatales-nadonales» han realizado sus aspiraciones como Estado-nación.

Los grandes nacionalismos del siglo XX han sido el británico, el francés, el norteamericano, el alemán, el japonés, el ruso y el chino; son estos nacionalismos los que han definido el orden internacional y los que se han enfrentado entre sí, con justificaciones ideológicas diversas sobre el fondo de una efectiva contraposición de intereses estatales-nacionales.

Benedict Anderson en Imagined Communities retrata la fuerza manipuladora del nacionalismo cuando se refiere en las primeras líneas de su obra a la tumba al Soldado Desconocido, donde no hay más que «idealizaciones nacionales fantasmagóricas» para la exaltación de un patriotismo de adhesión incondicional de todos y cada uno de los miembros de la Nación (imaginada). La Nación ha sido un gran invento, especialmente para el Estado, porque ha permitido hablar de todos y de todas sin hablar de nadie. Sólo la democratización mediante el reconocimiento de la Nación real, que es plural, ha de permitir el paso del Estado mononacional y soberano a estados plurinacionales, organizados bajo los principios de la democracia pluralista y federal.

El concepto de Nación

El nacionalismo no tiene un fundador universal o general, a diferencia de otras ideologías modernas, como el liberalismo, el consevadurismo o el socialismo, que sí los tienen. ¿Por qué? Porque el nacionalismo universal es imposible por naturaleza. El nacionalismo tiene fundadores nacionales, tantos como estados o naciones que se proclaman soberanos. Quizás por esta razón tampoco existe una definición de Nación aceptada con carácter general. De hecho, como escribió Gellner:

Las naciones, al igual que los estados, son una contingencia no una necesidad universal. Ni las naciones ni los estados existen en toda época y circunstancia. Por otra parte, naciones y Estado no son una misma contingencia. El nacionalismo sostiene que están hechos el uno para el otro, que el uno sin el otro son algo incompleto y trágico. Pero, antes de que pudieran llegar a prometerse, cada uno de ellos hubo de emerger, y su emergencia fue independiente y contingente. No cabe duda de que el Estado ha emergido sin ayuda de la Nación. También, ciertamente, hay naciones que han emergido sin las ventajas de tener un Estado propio.

Más discutible es si la idea normativa de Nación, en su sentido moderno, no supuso la existencia previa del Estado. Son numerosos los autores que han intentado dar con la definición de Nación. A título de ejemplo se pueden citar las siguientes: Puede decirse que las nacionalidades están constituidas por la reunión de hombres atraídos por simpatías comunes que no existen entre ellos y otros hombres; simpatías que les impulsan a obrar de concierto mucho más voluntariamente que lo harían con otros, a desear vivir bajo el mismo Gobierno y a procurar que este Gobierno sea ejercido por ellos exclusivamente o por algunos de entre ellos. El sentimiento de la nacionalidad puede haber sido engendrado por diversas causas: algunas veces es efecto de la identidad de raza y de origen; frecuentemente contribuyen a hacerle nacer la comunidad de lengua, otras la de religión, etc. (J. Stuart Mili, Del Gobierno representativo, 1861).

Nación es, por tanto, una gran solidaridad constituida por el sentimiento de los sacrificios hechos y por los que todavía se está dispuesto a hacer. Una nación presupone un pasado, pero en Sí presente se concreta en un hecho tangible: el consentimiento, el deseo claramente expresado de seguir viviendo en común. La existencia de una nación, y perdonadme la metáfora, es un plebiscito de cada día, de la misma manera que la existencia del individuo es una afirmación perpetua de vida.

Así pues, con un espíritu antropológico se propone la siguiente definición de nación: una comunidad política imaginada como inherentemente limitada y soberana (B. Anderson, Comunidades imaginadas, 1983). ¿Qué tienen en común estas definiciones? Se pueden distinguir cuatro puntos o características básicas de la Nación/nacionalidad: 1) comunidad de sentimiento; 2) comunidad de historia y cultura compartidas; 3) comunidad política; 4) comunidad que se realiza y autodetermina mediante el Estado.

La Nación es ante todo una comunidad de sentimiento, que identifica al conjunto de miembros de la misma, los cuales se sienten vinculados a ella, que se reconocen unos con otros como pertenecientes a la misma Nación, y que se distinguen de otros que son de otras naciones.

El sentimiento ídentitario es inherente a todas las naciones, es la prueba más evidente de que existe una comunidad de individuos que se sienten Nación y se identifican con la misma. Esta comunidad de sentimiento nace y pervive sobre la base de un pasado común, como subraya Renán, para el cual las glorias y, sobre todo, las derrotas crean fuertes vínculos de pertenencia y de adhesión a la comunidad nacional. Las naciones tienen historia propia o no son. Es esta historia común la que va configurando una comunidad de carácter, una comunidad cultural, con características comunes que normalmente confluyen y se manifiestan mediante una lengua propia.

La educación ha sido un medio esencial de uniformidad nacional, de homogeneidad lingüística, de enseñanza de una historia nacionalista, de implantación y propagación de unos valores y símbolos nacionales. Ha sido así en Francia y Alemania, en Estados Unidos y en Rusia, en España y en Italia, cada país a su manera y circunstancia, pero en todos los casos aplicando el mismo principio: los franceses, como los alemanes o los españoles no nacen, se hacen mediante la educación nacional y patriótica.

Por esto no tiene sentido la contraposición entre Nación cívica y Nación étnica, entre nacionalismo cívico y nacionalismo étnico o cultural, que ha atraído a varios autores en la segunda mitad del siglo XX, probablemente bajo el condicionante del recuerdo del nacionalismo totalitario y racista de los años veinte y treinta del siglo pasado. Todos los estados son nacionalistas y, efectivamente, cabe la posibilidad de producirse un proceso totalitario y racista de anulación del individuo y de su libertad en manos de la supuesta Nación étnica, como único sujeto ético que fundamenta y expresa el Estado. Pero esto es lisa y llanamente la Nación totalitaria, que Mussolini, Hitler, Franco, Bush, Churchill y otros promovieron en el siglo pasado. Otra cosa distinta es que la construcción de la Nación moderna tiene al mismo tiempo dos caras interdependientes: la cara cultural y la cara cívica o política. Una sin la otra es incompleta e insuficiente.

Cuando una comunidad nacional decide separarse de un Estado o se resiste a ser conquistada por un Estado, a pesar de inspirarse en los mismos valores ilustrados y liberales, nace una nueva Nación política. Este «nacimiento» puede legitimarse por la identidad cultural o, simplemente, por la voluntad política de separarse.

Paralelamente, la Nación política cuya base material es la economía liberal tiene una homogeneidad ficticia en la medida que está basada en la división social del trabajo y en la estructura de clases que caracterizan el sistema capitalista. El hecho de la Nación dividida convierte al Estado, desde una concepción hegeliana, en un ente absoluto de cohesión social. La inexcusable homogeneidad del Estado tiene que ser garantizada por encima de las diferencias sociales y culturales que expresan realmente lo que es la sociedad civil. Sería contrario a la propia esencia del Estado moderno aceptar que se traslade la división de la Nación real al mismo seno del Estado nacional: un Estado dividido no es concebible, porque es un «no Estado».

Durante doscientos años el poder del Estado nacional ha sido el objeto del deseo, tanto para los movimientos de liberación nacional frente a los imperios coloniales como para los movimientos revolucionarios cuyo objetivo era la conquista del Estado y la transformación de las relaciones sociales dominantes. En los dos casos el germen del nacionalismo está presente y explota mayormente si se consigue el objetivo de ocupar el poder del Estado. Los partidos nacionalistas, al igual que otras vanguardias nacionales cuyo objetivo es dirigir los procesos revolucionarios, no solamente se presentan como los defensores de los intereses generales sino que se apoderan de la bandera y símbolos nacionales. En este sentido, el nacionalismo impregna a todas las demás ideologías, las integra o rechaza desde la primigenia nacional. En la historia contemporánea la lealtad nacional no sólo es previa y prevalente a otras lealtades, sino que los movimientos e ideologías políticas se han puesto a su servicio, o bien la han utilizado cuando han accedido al gobierno del Estado

El Estado, el nacionalismo y sus fases

El hombre moderno es modular y es nacionalista, ha escrito Gellner. Ya no ocupa un puesto fijo en una sociedad tradicional y jerarquizada. Tanto el hombre como la mujer constituyen «piezas modulares», con su propia libertad y singularidad, pero adaptables y encajables a un «conjunto nacional», e identificados con este último, es decir con la Nación moderna. Entre el individuo modular y la Nación liberal se encuentra una red de instituciones cada vez más compleja, con las que cada uno mantiene unas relaciones fundadas en una libertad de elección y acción.

En la sociedad moderna, según Gellner, una de las características o condiciones más importantes es «la homogeneidad cultural, la capacidad para la comunicación libre de contexto, la estandarización de la expresión y de la comprensión».  Una sociedad civil de individuos libres y anónimos solamente se puede construir desde la coincidencia inicial entre las fuerzas que promueven el liberalismo y el nacionalismo, puesto que la afirmación de la libertad de los individuos frente al absolutismo monárquico implica la necesidad de una referencia institucional que los haga igualmente miembros de una comunidad imaginaria, la Nación.

Esto no obliga a una evolución coincidente entre liberalismo y nacionalismo, pero sí que nacen de la misma modernidad. Es más, el liberalismo económico puede convivir a plena satisfacción de sus intereses con un nacionalismo político respetuoso con las libertades negativas. La democratización del Estado liberal, y especialmente la concepción republicana de la democracia, es la que cuestiona posibles derivaciones del nacionalismo. Gobernar en nombre de la Nación puede ser liberal, pero no es democrático si no se hace mediante elecciones libres, sufragio democrático y libertad de información y opinión. En el justo momento en que una Nación se expresa mediante elecciones democráticas, muestra toda su diversidad y pluralismo, porque toda sociedad es plural y diversa. El nacionalismo, incluido el nacionalismo democrático, tendrá necesidad de promover mediante sus portavoces una lealtad previa o superior a cualquier otra: la lealtad nacional. Esta es compatible, por supuesto, con lealtades de otro tipo, empezando por la lealtad democrática y, asimismo, admite lealtades nacionales compartidas o un nacionalismo multinivel. Así se podrían promover identidades y lealtades nacionales sumables y compatibles, por ejemplo Cataluña-, España y Europa. Pero no es tan fácil asumirlo desde el nacionalismo, incluso es una paradoja para muchos nacionalistas.

En el mundo en transición que se está viviendo, es tan cierto afirmar la utilidad decreciente del concepto autodeterminación como vía de resolución de los conflictos nacionales, como reconocer el hecho de que el principio de autodeterminación continúa siendo la referencia y objetivo de los movimientos nacionales, o bien está en la base de la «defensa» del gobierno interior de los estados nacionales frente a estados más poderosos o ante poderes transnacionales. Vivimos todavía en un mundo político de estados modelados según los principios básicos del Estado moderno, hobbesiano. A partir de estos principios se pueden enumerar cinco fases o zonas horarias del sistema de estados nacionales, que se solapan en el tiempo:

1) Los primeros Estados-nación europeos occidentales como modelos originales del Estado moderno (Portugal, España, Inglaterra, Francia, entre los siglos XVI y XVII).

2) La independencia de los Estados Unidos de América y la constitución de los sucesivos estados nacionales en el continente americano, fruto de la secesión de las colonias americanas de sus respectivas metrópolis europeas y, especialmente, del imperio español (siglos XVIII y XIX).

3) Los nacionalismos europeos tardíos que dieron lugar a nuevos estados nacionales por medio de la unificación (Alemania e Italia), la secesión (Noruega), o bien como resultado de la Primera Guerra Mundial y de la disolución del Imperio austrohúngaro; dentro de esta fase de explosión generalizada del nacionalismo y del principio de autodeterminación de las naciones se incluyen, también, la Commonwealt Nations, como regulación de la creciente liberalización de relaciones entre el Imperio británico y sus dominios (Canadá, Australia, Nueva Zelanda), el nuevo nacionalismo expansionista de Japón y los nuevos nacionalismos europeos occidentales de las llamadas naciones sin Estado (desde Irlanda —que conseguirá finalmente la independencia en 1937 con el litigio pendiente de Irlanda del Norte— hasta los casos de Cataluña, Euskadi, Escocia y otros). Segunda mitad del siglo XIX y primer tercio del siglo XX.

4) La extensión del nacionalismo y de los movimientos nacionalistas a los otros continentes (Asia, África) en el período de entreguerras y su culminación con el surgimiento y constitución de una nueva oleada de estados nacionales independientes (Egipto, 1936; India, 1947; Indonesia, 1949; Argelia, 1962; entre tantos otros), que fruto de la nueva correlación de fuerzas internacional, especialmente después de la victoria aliada en la Segunda Guerra Mundial, y con la decadencia definitiva de los viejos imperios europeos occidentales, se generalizó el modelo de Estado-nación. El proceso vino normalmente caracterizado por los conflictos violentos frente a la metrópolis imperial y, posteriormente, por la reaparición de la violencia en las divisiones internas dentro del Estado ya independiente. La constitución del nuevo Estado ilegitimo de Israel sobre otro Palestina (1948), es todo un paradigma que identifica una nueva época de múltiples conflictos nacionalistas. Es una época marcada y condicionada por la división del mundo bajo la influencia de las dos potencias imperiales, Estados Unidos y la Unión Soviética.

5) La quinta y última surge como consecuencia del final de la guerra fría y del derrumbamiento del imperio soviético (1989), así como sus efectos sobre el bloque socialista con la eclosión neonacionalista y el surgimiento de más de veinte estados nuevos o restablecidos en el centro y este europeos y en Asia. El mundo cuenta hoy en torno a 200 estados, cifra que contrasta con los 51 estados que constituyeron las Naciones Unidas en 1945. La pregunta que se puede formular es si existe la posibilidad de una sexta oleada nacionalista mirando hacia el futuro, y si tiene sentido la constitución de nuevos estados, basados en las naciones sin Estado, o bien en aquellos movimientos de liberación nacional que persisten en su lucha por la autodeterminación nacional. Es conveniente darse cuenta de que los procesos que han conducido hasta hoy a la extensión del sistema de estados nacionales están estrechamente relacionados con los procesos de descolonización y de crisis de los dominios imperiales y, sobre todo, muy determinados por la correlación de fuerzas y dinámica de la política mundial. En palabras de Anthony Smith, «una línea roja atraviesa la historia del mundo moderno desde la toma de la Bastilla hasta la caída del muro de Berlín. [...] La línea roja tiene un nombre: el nacionalismo, y su historia es el hilo conductor básico que une y divide a los pueblos del mundo moderno». El nacionalismo es una ideología que legitima la existencia y la permanencia del Estado como Nación y que fundamenta, al mismo tiempo, la construcción de naciones que afirman su derecho de autodeterminación. En ambos casos, el nacionalismo se vale de la historia, de la cultura y de la educación como instrumentos de cohesión y de proyección de identidades nacionales; en ambos casos, el nacionalismo se inscribe en procesos históricos y políticos en los que asume, bajo formas distintas, la representación política de un pueblo designado por aquél.

Hechter ha clasificado distintos tipos de nacionalismo o procesos de construcción nacional .mediante la constitución de un Estado propio o la realización nacional de un Estado preexistente. Así distingue entre:

a) el nacionalismo de Estado o la construcción nacional desde el Estado; b) el nacionalismo periférico o el nacionalismo que surge de nacionesculturales que se resisten a la integración-asimilación por parte de otro Estado y se proponen tener un Estado propio; c) el nacionalismo irredento que ocurre cuando se pretende extender los límites del Estado nacional para incorporar territorios cuya población copertenece a la misma identidad nacional; d) el nacionalismo unificador cuando se promueve la construcción y constitución de un Estado nacional único sobre un territorio culturalmente homogéneo pero políticamente dividido.

Es una buena clasificación de tipos ideales aunque con limitaciones. El propio Hechter acepta que esta clasificación no resuelve todos los casos o procesos nacionalistas, como el sionismo, o aquellos movimientos nacionalistas de base religiosa a la búsqueda de la tierra prometida o paraíso nacional, desde la afirmación de un pueblo como unidad de destino. Tampoco, tienen cabida en esta clasificación los procesos de independencia en el continente americano y, posteriormente, en otros continentes, fundados en la autodeterminación política de unas elites nacionalistas, culturalmente formadas y educadas en la cultura y lengua imperiales, pero económica y políticamente interesadas en la independencia y dominio de un Estado nuevo.

Nacionalismo y autodeterminación

De todos modos, sea cual fuere el nacionalismo del que estemos hablando, en todos los casos la autodeterminación nacional es exclusiva y excluyente. En un Estado nacional sólo tiene cabida una autodeterminación. No se considera la posibilidad de ninguna otra en su territorio y, si apareciera, sería vista como una amenaza a la unidad nacional. Soberanía nacional y autodeterminación nacional son conceptos equivalentes, indivisibles e indisolubles dentro de la doctrina nacionalista. Y como no existe una definición objetiva de Nación que sea compatible con todos los nacionalismos y que permita un retrato modigliano del mundo, donde los perfiles nacionales estén perfectamente delimitados sin mezcla ni mancha alguna, está asegurada la aparición de un conflicto nacional en aquel territorio donde más de una Nación, entendida como comunidad política imaginada, pretenda ser soberana. Entramos en un círculo vicioso que no tiene solución. Por un lado, el nacionalismo ha sido motor del modelo de Estado nacional, que la modernidad se ha dado para la organización política de la sociedad industrial. Modelo que se ha extendido a todo el planeta a lo largo de los dos últimos siglos y en sucesivas oleadas nacionalistas. Por otro lado, la constitución y defensa de los estados nacionales impide la realización política de aquellos otros nacionalismos de las naciones sin Estado, cuya autodeterminación está en directa contradicción y oposición con el principio de la soberanía nacional que fundamenta al Estado al cual pertenecen. No deja de ser irónico que un principio que ha sostenido la creación y generalización del modelo de Estado nacional acabe siendo prisionero y víctima de sus éxitos. O dicho de forma más cruel: ¿Cómo se puede negar a otra Nación la autodeterminación, es decir la fuente que da vida a mi Nación? ¿Puede ser el principio o derecho de autodeterminación legítimo para unos e ilegítimo para otros si cumplen ios mismos requisitos?

El Estado nacional y la autodeterminación son conceptos interdependientes, pero parten de un problema irresoluble: el territorio es limitado. Puede haber 100, 200, 400 estados nacionales, incluso más, pero el territorio objeto del deseo es el mismo. Así, Israel y Palestina, como tantos otros ejemplos que se podrían citar, tienen un problema sin solución bajo el paradigma nacionalista si no encuentran la manera de compartir el territorio. El Estado nacional es soberano sobre un territorio delimitado por fronteras y no admite compartirlo con nadie, sino defenderlo frente a otro, sea uno o varios estados nacionales, sea una Nación o naciones dentro del propio Estado. La única autodeterminación que concibe el Estado nacional es la que se corresponde con la población, vinculada territorialmente con y por el ordenamiento jurídico estatal. Y si una parte de esta población se define como Nación y reivindica el derecho de autodeterminación, no le será fácil ejercerlo. Tendrá que confiar en factores que escapan a su control, como una crisis general del sistema político, la caída del imperio con el que estaba vinculada, una guerra internacional o bien el interés de una potencia mundial en apoyar la centrifugación o disolución de un imperio colonial o de un Estado plurinacional. Son factores políticos que pueden influir en crear una correlación de fuerzas favorable al nacimiento de nuevos estados, al acceso a la independencia de las colonias, o incluso a la autodeterminación de una Nación sin Estado. Esto es lo que ha sucedido en el siglo XX , especialmente a partir de las tres fechas clave ya mencionadas anteriormente: 1918,1945,1989. Se puede decir que han sido momentos favorables a la aplicación del principio de autodeterminación y a la constitución de nuevos estados nacionales. Las crisis políticas, junto con la correlación de fuerzas internacional, han provocado la recomposición del mapa europeo o mundial de los estados nacionales y, por lo tanto, se han producido autodeterminaciones como consecuencia de ello. Pero no se debería confundir la autodeterminación de hecho con la autodeterminación de derecho. Se autodetermina quien puede y no quien quiere. Esto no es ningún argumento, por supuesto, para negar la legítima aspiración de las naciones sin Estado a ejercer el derecho democrático a la autodeterminación. Lo único que se afirma es que el Estado nacional es, en este punto, poco o nada democrático. Hay excepciones, pero la regla es un no sin paliativos. Aunque es cierto que mientras permanezca el modelo del Estado nacional no hay razón para negar a toda comunidad nacional el derecho a constituir su propio Estado.

El principio político de la autodeterminación de los pueblos recorre todo el siglo XX, desde el momento que es sostenido por ios intereses confluyentes de Wilson y Lenin ante la Primera Guerra Mundial y frente a los viejos imperios coloniales europeos (E. Hobsbawm, Naciones y nacionalismo desde 1780, Crítica, Barcelona, 1991). Sus precedentes están en la misma Declaración de Independencia de Estados Unidos de 1776 y en el principio de las nacionalidades en el siglo XIX. La Carta de las Naciones Unidas (1945) y los Pactos de Derechos Humanos (1976) hacen de este principio político un derecho reconocido. Así, ei artículo primero de los Pactos establece: «Todos los pueblos tienen el derecho de libre determinación. En virtud de este derecho establecen libremente su condición política y proveen asimismo a su desarrollo económico, social y cultural».

Entonces, ¿cómo se puede romper el círculo vicioso de la autodeterminación? La legitimidad del Estado nacional es resultado de este principio pero la existencia de aquél impide o es obstáculo para que se pueda ejercer igualmente la autodeterminación en parte de «su territorio». El nacionalismo, así como los movimientos y reivindicaciones indígenas, no se pueden entender sin hacer referencia material a esta cuestión clave del territorio. Teniendo en cuenta que el nacionalismo universal es imposible y que la Tierra no es un globo que pueda aumentar su tamaño, ¿qué hacer? Cambiar de paradigma, a partir del hecho de que el Estado nacional es una realidad histórica y, como tal, sujeta a evolución y cambio.


Las Armas de la Crítica

CGT: El confederalismo democrático

Pluralismo nacional y federación, confederación democrática y anarquismo: futuro deseable

El nacionalismo ha construido el hombre moderno y patriota, ciudadano de un Estado nacional, con sus derechos y deberes. Es la ideología más representativa de la modernidad. Todos, pertenecemos a un Estado que nos hace libres e iguales ante la ley. Para Isaiah Berlín, este «todos» incluye 1) la creencia de la necesidad moderna de pertenecer a una Nación; 2) la convicción de que la comunidad nacional es un cuerpo u órgano que relaciona a todos sus miembros; 3) la afirmación de un nosotros nacional o de la Nación como algo nuestro frente a otras naciones; y 4) la primacía de la lealtad nacional. El nacionalismo ha sido una empresa colectiva que ha unido a los nacionales por encima de la división social del trabajo y de la heterogeneidad cultural. El nacionalismo ha creado un dios de la modernidad por el cual vale la pena, incluso,  dar la vida: la Nación.

La virtud del nacionalismo es haber promovido una solidaridad nacional; su defecto es haber ocultado (o instrumentalizado) las divisiones internas de la Nación y haber señalado (o fomentado) la división entre naciones. El nacionalismo no resuelve las contradicciones internas de la Nación y puede explotar y exacerbar las divisiones de intereses y los enfrentamientos entre naciones. El nacionalismo ha sido fuente de liberación nacional y, también, semilla de sistemas totalitarios y bandera de expansión imperialista. El nacionalismo es una ideología moderna con una capacidad movilizadora infinitamente superior a cualquier otra.

Bajo el dios moderno de la Nación se han producido los más salvajes choques violentos de la humanidad, la aniquilación de pueblos enteros, el holocausto y el genocidio. La disyuntiva que se vive en los inicios del siglo XXI plantea dos direcciones contrarias: nacionalismo y viejo orden mundial o (con)federalismo y nuevo gobierno mundial. Los problemas que vive la humanidad exigen respuestas globales a la explosión demográfica, la pobreza, la desigualdad, las migraciones, el cambio climático, el control de la producción y comercio de armas, la exploración del espacio, entre otras cuestiones. Los sistemas políticos ya no son cotos cerrados, sino que son influidos por los procesos transnacionales que inciden en la economía, la cultura, la seguridad, los valores y en la misma organización política. En este sentido, la democracia se ha ido extendiendo como el sistema político que todo Estado tiene o dice tener, aunque los sistemas políticos reconocidos y aceptados como democráticos no llegan en la actualidad a la mitad de los estados nacionales existentes. Este proceso democrático internacional, con todas sus insuficiencias e involuciones, es una esperanza de futuro en paz.

Cada vez resulta menos defendible la resistencia a un orden mundial fundado en el derecho, que obligue a todos los poderes públicos. Un derecho internacional y un gobierno mundial por encima de todos los estados, que sustituya el viejo orden mundial basado en el dominio del más poderoso, en la ley del más fuerte. Podrán pasar años todavía sin que se produzcan avances significativos en esta dirección, incluso pueden reproducirse grandes conflictos internacionales, pero la única salida válida para la paz y la convivencia democráticas es la instauración de un orden mundial fundado en la ley, la razón y la justicia.

Una nueva democratización ha de afrontar la sociedad liberal para desactivar las posibles derivaciones dominantes, agresivas o autoritarias de los nacionalismos. Es el reconocimiento del pluralismo nacional, de la divesidad y heterogeneidad que caracterizan la composición misma de la sociedad. Durante años los estados han pugnado por ser nacionales, ya es hora de que reconozcan y asuman su plurinacionalidad. Esta es la realidad social y cultural de su inmensa mayoría. Es conveniente abrir la definición de Nación, hacerla más flexible, incluso separarla de la supuestamente necesaria (y trágica) equivalencia con el Estado. En la medida en que la sociedad se haga más democrática y libertaria, todos y cada unos de los ciudadadanos sin exclusión, con su diversidad, habrá menos nacionalismo y más confederalismo. Si consiguiéramos el siguiente paso evolutivo a la convivencia anarquista, a través de confederaciones, eliminando jerarquías y luchas internas de ambiciones, acumulación de capitales y poder, lograríamos la ansiada sociedad justa y equitativa que hasta ahora solo es imaginaria, curiosamente, por el capitalismo trasnochado generador de tiranias y desigualdades.

El nacionalismo ha gobernado la época de la construcción nacional y la constitución del sistema de estados nacionales. De ahora hacia delante es exigible una colaboración y solidaridad entre naciones.

El confederalismo puede ser la ideología llamada a suceder al nacionalismo en las sociedades democráticas y plurinacionales, y el confederalismo democratico, el anarquismo confederal internacional el fin de una evolución racional y natural. El nacionalismo liberal y democrático, que afirma la propia identidad y el derecho al autogobierno en 1ª medida que lo reconoce igualmente a los otros, puede expresar la transición entre la época del nacionalismo a un futuro anarquista y multicultural. Desde el nacionalismo liberal y democrático se han defendido soluciones federales para la resolución de conflictos nacionales y, también, la secesión cuando ésta es la vía democráticamente elegida. En el marco de la democracia se pueden adoptar distintas soluciones positivas en la organización territorial de los estados, tanto en sentido interno mediante el reconocimiento del autogobierno, como en sentido externo, por medio de uniones federales  y confederales supraestatales. Como señaló Pii Margall, federar es unir y federación es unión, aunque en España se haya entendido, especialmente por parte de los sectores conservadores, en sentido totalmente contrario.

No obstante, el cambio de paradigma en 1a organización política de la sociedad no se realizará con plenitud hasta que no se superen conceptos todavía vigentes en las constituciones liberales, como soberanía nacional, república indivisible, Estado nacional. Las constituciones federales de Estados Unidos y Suiza, las más antiguas de la historia conteporánea, muestran cómo la soberanía es divisible y cómo se puede construir un estado mayor a partir de la unión federal de varios estados o cuerpos políticos preexistentes. Así lo previo Montesquieu y así lo observó Tocqueville. Las federaciones democráticas actuales son los estados donde, con carácter general, se ha avanzado más en la democracia territorial. Pero esto no es lo mismo que el reconocimiento de la plurinacionalidad y, tampoco, del multiculturalismo. El federalismo contemporáneo no nació para eso. Es más, ha servido y se ha sometido al nacionalismo de Estado y a la cultura nacional dominante.

El federalismo no será una ideología superadora del nacionalismo hasta que no sea promovido como una forma alternativa y republicana de organización territorial de los poderes públicos, basada en la codeterminación entre naciones y la soberanía divisible y compartida. El pacto federal supone la unión libre y recíproca de dos o más de dos, una unión que es compatible con la permanencia y el autogobierno de las partes que firman el pacto federal y se vinculan mediante la constitución escrita. Esta federación, que se funda en la unión en la diversidad, es el marco adecuado para dar salida a la plurinacionalidad y construir el demos, como la comunidad política plurinacional y multicultural de ciudadanos que desean ser libres e iguales. Esto es federalismo pluralista, que no es concebible sin un desarrollo republicano de la democracia, sin una transformación del orden social, orientado hacia la equidad y la libertad reales entre y de la ciudadanía multicultural y plurinacional.

 

BIBLIOGRAFÍA BÁSICA

Anderson, B., Comunidades imaginadas. Reflexiones sobre el origen y la difusión del nacionalismo, FCE, México, 1993.

Caminal, M., «El federalismo pluralista: democracia, gobierno y territorio», en F. Quesada (ed.), Estado plurinacional y ciudadanía, Biblioteca Nueva, Madrid, 2003, pp. 131-160.

Gellner, E, Naciones y nacionalismo, Alianza, Madrid, 1988.

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Inspirado en los textos de Fernando Quesada de ciudad y ciudadania para filosofia politica en la UNED © Editorial Trotta, S.A., 2008 Ferraz, 55. 28008 Madrid

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