viernes, 21 de julio de 2023

La Laicidad del Estado

 

El ultraliberalismo capitalista pretende afirmar que el obrero es libre de firmar o no un contrato de trabajo, cuando no le queda otra opción. Un problema socioeconómico necesita una solución socioeconómica, no clerical, no un “suplemento del alma”.

¿Cómo fundamentar un estado justo para todos? Dejando a un lado que el estado es solo un sistema de control y dominación, el modelo religioso no es factible, porque genera tensiones con nuestros complejos de culpa y de colonización cultural, a la larga nocivo y que no permite convivir. El laicismo supone la unidad del bien común con respecto a la diversidad. La imposición y la censura católica no pueden aceptarse.

No es cuestión de eliminar religiones, sino de rechazar el recorte de libertades. La ley laica debe promover un interés común y la emancipación.  La escuela pública debe ser neutral, en latín ni unos ni otros: libertad de actuar, de conciencia. Cuando estas dominado por una religión, ideología o forma de pensar diferente a la tuya, entonces es cuando valoras la laicidad. Stalin impuso el ateísmo, y Franco el catolicismo “o se es católico o no se es nada”, contradiciendo el laicismo e imponiendo sendas dictaduras. Los religiosos criticaban el laicismo francés argumentando que dejaba sin valores (de sumisión) a los jóvenes.

La práctica opresiva y mutiladora disfrazada de valor cultural de la religión no se debe enseñar en las escuelas, sino filosofía y humanidades. Una obra de museo te la puede explicar un profesor de filosofía, arte, literatura, no uno de religión. Se puede estudiar historia de las religiones y dejar luego libertad de criterio, no imponer una creencia y menospreciar las demás, como hasta ahora. La religión como proyecto político es totalmente incompatible con la democracia, la libertad y el laicismo. Las religiones impuestas son totalmente contrarias a los derechos del hombre, de la mujer, y del ser humano. Laicismo viene de Laos, que significa “unidad del pueblo”.

La laicidad no tiene ninguna vinculación privilegiada con el ateísmo, mientras que los religiosos tienen sus concordatos.  Ellos hablan de increencia, un contrasentido. Como diría Kant, creo en la paz, pero esta creencia necesita del esfuerzo humano, no de magia. Imaginemos cursos de librepensamiento financiados por el estado, aunque al estado no le interesa los librepensadores, desaparecerían los privilegios, al tener todas las convicciones los mismos derechos y ser universales. La neutralidad es una condición de garantía de valores.  El estado no debe relacionarse con el individuo según raza, etnia, sexo, orientación, religión, etc.

A lo largo de la historia religiones han servido para imponer e invadir, para ir a la guerra. Muchos autores pretendían afirmar la superioridad de la religión cristiana sobre las demás, lo que deriva en el “choque de civilizaciones”. La dominación clerical se dividia en 5 grandes tipos: Teocracia, alianza teológica-politica, dominio de la religión oficial, estado bajo la tutela de la religión y régimen de concordato. Se habla de cultura y religión para tapar los privilegios disfrazados de libertades. La verdadera laicidad implica la desaparición de todos los privilegios, de segregaciones. Separacion de iglesia y estado, en Francia los edificios de culto son propiedad del estado desde 1789. La financiación publica de escuelas privadas religiosas florece por la carencia de escuelas públicas de calidad, y el proselitismo, caldo de cultivo de radicales, adoctrinamiento y lobbies religiosos.  Se puede enseñar religión sin emitir juicios dejando a cada uno la libertad de creer o no en el dogma.

El regreso al fanatismo y la exclusión, el derecho a la diferencia puede desembocar en la diferencia de derechos. Favorecer el renacimiento de opresiones y reacciones.  Kant, que era un filósofo cristiano, escribía “la religión dentro de los límites de la razón”. Fanáticos cristianos intentaron impedir la enseñanza de la teoría de la evolución en USA. La deshumanización capitalista y la caricatura del internacionalismo que presenta la globalización financiera proporcionan situaciones de integrismo religioso y fanatismo “pasiones tristes”, decía Spinoza. El terrorismo pone de manifiesto la degeneración de la sociedad que ha pervertido los instrumentos de felicidad para convertirlos en miseria de exilio moral, desencanto de ideales. Odio a la razón y al saber, a la igualdad de sexos, a la modernidad emancipadora que ahora será alineadora.  El clericismo lo explota, oculta 3000 años de crímenes clericales, entre inquisiciones, cruzadas, sacrificios, censuras, por no hablar del antisemitismo. Asi pues el fanatismo religioso es también desorden mundial. La ONU se salta sus resoluciones de derecho internacional con los palestinos, USA ayudando a Afganistán a combatir a los soviéticos, apoyando a los golpistas fanáticos religiosos o nazis ucranianos para dañar políticamente a otro país. Esa hipocresía y falsa moral se ha vuelto terrorismo y fanatismo, caos, muerte y destrucción.

Los retos del laicismo son claros: Separación jurídica de estado e iglesias, garantizar la igualdad entre ateos y religiosos. Laicidad para la integración. Crítica metódica de la terminología antilaica, muchos eclesiásticos sueñan con una laicidad abierta al Opus Dei. La “identidad colectiva” es incompatible con la igualdad. La ambigüedad para la “cultura”, como el machismo o la ablación del clítoris, imponer una cultura y menospreciar a las demás. Negar el valor universal y hacerlo relativo a tus creencias. No hay libertad de creencias sin mencionar la igualdad. Laicización no es pérdida de valores, sino al contrario. Laicidad no es ateísmo, es neutralidad y libertad. El estado debe diferenciar entre público y privado, no ser medio de opresión de las libertades, sino permitir leyes comunes. No es legítimo crear leyes cuyo objetivo no sea el bien común, se debe rechazar todo privilegio dado a un grupo particular, eso es laicidad.

Laicidad estatal en el mundo (azul). En rojo, aquellos países en que existe una religión oficial. En gris, aquellos con una legislación ambigua.

 

Texto añadido: La inspiración confesional de la ley  de libertad religiosa española: laicidad de colaboración

España ha entrado en un proceso en el que es menos católica pero no menos religiosa, por cuanto no solo vemos fieles de otras confesiones obtener cierto reconocimiento público de sus prácticas y creencias, sino que las estadísticas muestran que los católicos se dicen no practicantes, pero no impíos o irreligiosos.

La prohibición de la presencia de una estudiante con hyjab en la Universidad Autónoma de Madrid o la expulsión de dos usuarias de burkini en Granada, reavivaron la polémica. Se ha dicho que la aconfesionalidad del Estado y la Ley de Libertad Religiosa (LLR) española tienen en el artículo 16 de la Constitución su inspiración. Y así lo dice expresamente dicha ley cuando señala que “el Estado garantiza el derecho fundamental a la libertad religiosa y de culto, reconocida en la Constitución, de acuerdocon lo prevenido en la presente Ley Orgánica” (LLR art 1.1). Sin embargo, los acuerdos con la Santa Sede se firman un año antes de que de la Ley de Libertad Religiosa se apruebe, en 1980, una ley que, en principio, sirve para enmarcar el alcance y los límites de la libertad religiosa en España que afecta a toda confesión religiosa, también la católica. Y este hecho no nos parece insignificante. Sin embargo, los cuatro grandes Acuerdos son de 1979 y, por tanto, anteriores a la Ley de Libertad Religiosa de 1980. Un detalle que no carece de importancia puesto que la prioridad temporal es fundamental en derecho: prior tempore, potior iure. Ello implica que, en caso de conflicto, el derecho que prevalece es el primero en el tiempo. Un aforismo acuñado en 1298, precisamente, por Bonifacio VIII en su Liber Sextus, texto que forma parte del Corpus Iuris Canonici, usado como norma eclesial hasta 1917. Un aforismo al que los Acuerdos unen su estatuto de Tratado Internacional, lo que les permite gozar de superioridad legislativa en relación a cualquier ley ordinaria, es decir, a la legislación estatal que afecte a materias de las que se ocupan los Acuerdos. A pesar de la paradoja temporal, esta Ley de Libertad Religiosa de 1980 supone teóricamente el marco desde el que se justifican los Acuerdos con las distintas confesiones religiosas:

El Estado, teniendo en cuenta las creencias religiosas existentes en la sociedad española, establecerá, en su caso, Acuerdos o Convenios de cooperación con las Iglesias, Confesiones y Comunidades religiosas inscritas en el Registro y que por su ámbito y número de creyentes hayan alcanzado notorio arraigo en España (LLR, art.7).

Concepto complejo el de notorio arraigo. No se trata de un término que se haya deslizado al azar en el texto legal sino que fue incluido para establecer los límites al reconocimiento de las distintas confesiones, pues exige que la confesión sea reconocida y practicada en España por un tiempo –que, aún sin determinar, se supone amplio–, y que sus seguidores lo sean en número suficiente que justifique su reconocimiento público (tampoco se establece claramente el número necesario). La ambigüedad, sin embargo, favorece a la religión mayoritaria que definió el término, algo reconocido en los textos de los canonistas, como Gonzalo Higuera. Los problemas de indefinición sobre la estabilidad y permanencia temporal que conlleva el concepto llegan hasta agosto de 2015, donde el notorio arraigo ha sido redefinido para especificar los elementos concretos que puedan permitir a una confesión establecer puentes con el Estado. Actualmente, se exige que lleve tiempo inscrita en el Registro de Entidades Religiosas, que esté presente en el territorio en varias comunidades autónomas, que tenga una estructura interna y una representación adecuada a su organización.
Según esto, los Acuerdos que se han firmado hasta ahora bajo el marco de la LLR son: cuatro Acuerdos con la Santa Sede en 1979; un acuerdo con la Federación de Entidades Religiosas Evangélicas de España (FEREDE) en 1992; un acuerdo con la FCIE (comunidades israelitas de España) también en el 92; y, en ese mismo año, otro con la Comunidad Islámica de España (CIE). Ahora bien, cumplir los requisitos de notorio arraigo no significa, sin embargo, que haya obligación por parte del Estado de suscribir acuerdos con las confesiones que cumplan este requisito. Tienen reconocido notorio arraigo pero no acuerdo, la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos días (2003); la Iglesia de los Testigos de Jehová (2006); el Budismo (2007); y la Iglesia Ortodoxa (2010). Asimismo, en septiembre de 2014 se acordó otorgar el reconocimiento civil a sus ritos matrimoniales.
Como vemos, ninguno de los Acuerdos con la Santa Sede es posterior a la Ley de Libertad Religiosa, de ahí que nos hayamos referido a ello como paradoja temporal.
Más aún, aunque cuatro de los Acuerdos fueron aprobados después de la Constitución de 1978, otro uno de ellos fue anterior. Este primer acuerdo preconstitucional que se firma en 1976, tiene por finalidad ratificar la relación del Estado Español con la Santa Sede y poner las bases de los cuatro acuerdos de 1979. El documento, además, deroga el privilegio que el Estado tenía en el nombramiento de obispos (derecho de presentación) y ratifica la competencia jurídica eclesial en delitos de orden religioso (privilegio de fuero). Tal y como pide este documento de 1976, el resto del Concordato será actualizado en los cuatro Acuerdos que el Estado firma con la Santa Sede en 1979: Acuerdo sobre asuntos jurídicos; Acuerdo sobre Enseñanza y Asuntos Culturales; Acuerdo sobre asistencia religiosa a las Fuerzas Armadas; y Acuerdo sobre Asuntos Económicos. Este acomodo en las relaciones iglesia y Estado no fue sencillo, sino motivo de intenso debate puesto que, mientras algunos aceptaban que la mejor fórmula era la de sustituir el Concordato, aceptando cambios que no fueran de mucho calado, otros pretendían suprimirlo de raíz, alegando que el derecho común ya cubría el ejercicio de la libertad religiosa, por lo que no se necesitaban reglamentos adicionales que pudieran derivar en privilegios confesionales. Privilegios que, como sabemos que ocurrió en cuanto se pusieron en práctica los acuerdos, incluyen facilitar la presencia de confesiones religiosas en ámbitos públicos, tanto educativos, penitenciarios, hospitalarios como militares. Ahora bien, la Iglesia católica no ha aceptado nunca que se trate de privilegios, sino que los ha interpretado como medidas implícitamente aceptadas en el desarrollo de la Ley de Libertad Religiosa. La Ley Orgánica 7/1980 de 5 de julio de Libertad Religiosa va algo más allá de lo dispuesto en la Constitución y subraya que:

para la aplicación real y efectiva de estos derechos, los poderes públicos adoptarán las medidas necesarias para facilitar la asistencia religiosa en los establecimientos públicos, militares, hospitalarios, asistenciales, penitenciarios y otros bajo su dependencia, así como la formación religiosa en centros docentes públicos (LLR, art II, 3).

Parece un resumen de los Acuerdos con la institución católica. Ahora bien, que estas facilidades de las que habla la ley, pasen por introducir las confesiones religiosas en los espacios públicos, no es una interpretación que se siga inmediatamente de la letra de la Ley o de la Constitución, sino que implica interpretar la Ley de Libertad Religiosa a la luz de los Acuerdos con la Santa Sede. La hipótesis que avanzamos es que esta Ley de Libertad Religiosa, igual que los Acuerdos con la Iglesia católica, encuentra su verdadero sentido cuando se inscriben en el marco teórico que ofrece la Declaración Dignitatis Humanae y la Constitución Gaudium et spes del Vaticano II, y no tanto en el marco constitucional español o en la Declaración de Derechos Humanos de 1948.
Es algo comúnmente aceptado que el concepto de libertad religiosa es absolutamente fundamental para comprender las relaciones que la Iglesia católica establece con los diferentes Estados, a partir de 1965. El canonista Díaz Moreno señala que “no se exagera si se afirma que, al menos en lo que respecta a la imagen de la Iglesia en relación con el mundo en el que vive encarnada, el Concilio Vaticano II puede ser definido como el Concilio de la Libertad Religiosa”. Ahora bien ¿de qué forma entiende el Magisterio eclesial esta libertad?
Durante mucho tiempo la Iglesia se negó a reconocer la Libertad religiosa como principio articulador de su doctrina pública. Si bien fue una libertad recogida desde 1948 en la Declaración de Derechos Humanos, solo será aceptada por la Iglesia a partir de 1965 . Tal cambio fue propiciado por Juan XXIII quien, en su Encíclica Pacem in Terris de 1963, proclamaba que el error en la fe o la diferencia en la verdad –o, lo que es lo mismo, no encontrarse entre los fieles de la Iglesia católica y acatar su dogmática– no debía suponer merma alguna de los derechos de la persona. Este giro dogmático aceptaba, de algún modo, la presencia constante y común del error, es decir, de otras creencias alternativas, y reconocía la debilidad de la Iglesia en su erradicación. Si en tiempos pasados se afirmaba que, con la ayuda inestimable del brazo secular, el error y la herejía debían ser suprimidos de raíz, ahora se reconocía que los derechos políticos y religiosos podían desvincularse. Una senda que a la Iglesia católica le llevó nada menos que tres siglos recorrer, pues se trata de doctrinas que ya habían sido propuestas en la época de las guerras de religión del siglo XVII.
Siguiendo esta vía, en 1965, Pablo VI publica la Dignitatis Humanae, sobre la Libertad Religiosa, cuyo título completo es el derecho de las personas y de las comunidades a la libertad social y civil en materia religiosa 29. Recordemos que aparece 17 años después de que la Declaración Universal de Derechos Humanos afirmara en el artículo 18 que: “Toda persona tiene derecho a la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión; este derecho incluye la libertad de cambiar de religión o de creencia; así como la libertad de manifestar su religión o su creencia, individual o colectivamente, tanto en público como en privado, por la enseñanza, la práctica, el culto y la observancia.” La versión conciliar es un tanto diferente puesto que no solo exige del Estado la inmunidad a la coacción religiosa –lo que implica el derecho de todo fiel tanto a no ser forzado a actuar contra su conciencia, como a no ser impedido a expresarla de modo confesional, como colectivo social 30–, sino que añade la necesidad de que el Estado reconozca el derecho a las comunidades religiosas a regirse por sus propias normas, siempre que no atenten contra el orden público (Dignitatis Humanae 4).
Ahora bien, ese límite que implica la trasgresión del orden público se define en relación a la paz pública que siempre debe estar vinculada, según la Iglesia, a la verdadera justicia, aquella que sirve como fundamento a la moralidad pública. Y esta verdadera justicia no es cualquier justicia, como sabemos desde Agustín, sino la cristiana, como señala el texto conciliar constitucional Gaudium et Spes.

Sobre la Iglesia en el mundo actual:

Si por autonomía de la realidad se quiere decir que las cosas creadas y la sociedad misma gozan de propias leyes y valores, que el hombre ha de descubrir, emplear y ordenar poco a poco, es absolutamente legítima esta exigencia de autonomía. No es sólo que la reclamen imperiosamente los hombres de nuestro tiempo. Es que además responde a la voluntad del Creador. (…). Por ello, la investigación metódica en todos los campos del saber, si está realizada de una forma auténticamente científica y conforme a las normas morales, nunca será en realidad contraria a la fe, porque las realidades profanas y las de la fe tienen su origen en un mismo Dios. (…) Pero si autonomía de lo temporal quiere decir que la realidad creada es independiente de Dios y que los hombres pueden usarla sin referencia al Creador, no hay creyente alguno a quien se le oculte la falsedad envuelta en tales palabras. La criatura sin el Creador desaparece. (Gaudium et Spes 36)

Efectivamente, la Dignitatis Humanae no debería leerse al margen de la Gaudium et Spes que le da sentido. Y es que a esta defensa de la libertad religiosa como derecho individual y al deber del Estado de no promover sus propios intereses, se añade el correlativo deber del Estado de promover los medios necesarios para su desarrollo, que no es otro que favorecer la educación religiosa:

Cada familia, en cuanto sociedad que goza de un derecho propio y primordial, tiene derecho a ordenar libremente su vida religiosa doméstica bajo la dirección de los padres. A éstos corresponde el derecho de determinar la forma de educación religiosa que se ha de dar a sus hijos, según sus propias convicciones religiosas. Así, pues, la autoridad civil debe reconocer el derecho de los padres a elegir con verdadera libertad las escuelas u otros medios de educación, sin imponerles ni directa ni indirectamente gravámenes injustos por esta libertad de elección.
Se violan, además, los derechos de los padres, si se obliga a los hijos a asistir a lecciones escolares que no corresponden a la persuasión religiosa de los padres, o si se impone un único sistema de educación del que se excluye totalmente la formación religiosa. (Dignitatis Humanae 5).

A la luz de este párrafo queda más claro, por tanto, el sentido de las medidas necesarias a las que remite el artículo II, 3 citado anteriormente de la Ley de Libertad Religiosa española que acepta la tesis de la Constitución conciliar que afirma que:


“este derecho de los padres lleva consigo la creación, en los centros estatales de un auténtico espacio (académico) en los cuales aquellos alumnos, cuyos padres así lo pidan, puedan recibir una adecuada formación religiosa encuadrada dentro del plan general de formación” (Gaudium et Spes 38). Toda merma de este derecho, según la Iglesia, es una obstrucción al ejercicio de un derecho fundamental de la persona.


De modo que los padres no sólo tienen que poder elegir un centro de enseñanza de acuerdo con la educación que quieren dar a sus hijos sino que, según los canonistas, debe crearse un auténtico régimen de igualdad de oportunidades para crear, administrar y dirigir centros de enseñanza religiosos, centros privados con ideario propio que, evidentemente, debe ser cofinanciado por el Estado. Y según esto, el artículo II del Acuerdo sobre Enseñanza establece la obligación del Estado de incluir la enseñanza católica en todos los centros educativos en condiciones equivalentes a las demás disciplinas fundamentales. Eso sí, sin carácter obligatorio. Asimismo, el artículo III señala que los profesores de religión serán designados por la autoridad académica, pero entre aquellos que el Obispo diocesano previamente propone. Y a todos los efectos, se le debe considerar parte del Claustro de profesores. Y no se trata de enseñanza de la religión en general sino, como dice su artículo IV La enseñanza de la doctrina católica y su pedagogía, doctrina que sólo podrá ser establecida por la jerarquía eclesiástica, como señala el artículo VI. No está de más recordar que, junto con este derecho a enseñar su propia doctrina, la Iglesia también exige el derecho a predicar sobre cualquier materia, incluida la política:

Es de justicia que pueda la Iglesia en todo momento y en todas partes predicar la fe con auténtica libertad, enseñar su doctrina social, ejercer su misión entre los hombres sin traba alguna y dar su juicio moral, incluso sobre materias referentes al orden político, cuando lo exijan los derechos fundamentales de la persona o la salvación de las almas, utilizando todos y solos aquellos medios que sean conformes al Evangelio y al bien de todos según la diversidad de tiempos y de situaciones (Gaudium et Spes 76).

En la elaboración de los Acuerdos, la Santa Sede tiene muy presentes sus doctrinas conciliares, como no podía ser de otro modo. Ocurre que, al ser sancionados por el Estado y aceptados como tratados internacionales, estos Acuerdos implican, como consecuencia necesaria, la promoción del ideario católico del Concilio Vaticano II en el Estado español. Ninguno de los acuerdos firmados con otras confesiones en 1992 (evangélicos, musulmanes o judíos) tienen el alcance y dimensión de los católicos. Y ello a pesar de que la Constitución condena la discriminación (trato desigual) religiosa y supone que no hay confesión privilegiada. Detengámonos, brevemente, en el Acuerdo sobre Asuntos económicos, pues es el elemento que, juntocon la presencia de la religión en las aulas, genera más disenso.

Acuerdo sobre Asuntos Económicos

Como indica Alejandro Torres, el sostenimiento económico de la Iglesia Católica en España, hunde sus raíces en el siglo XIX en el contexto del proceso desamortizador del patrimonio eclesiástico34. A consecuencia de la desamortización y la abolición de los diezmos, la Iglesia Católica se ve afectada por una gravísima crisis económica cuya solución pasaría por hacer del Estado su sostén económico. Es sabido que se intentó poner fin a la dotación del culto en la Constitución de la II República, donde se indicaba que habría una extinción del presupuesto destinado al clero en un plazo máximo de dos años. Sin embargo, tras la guerra civil se reanuda la dotación presupuestaria a favor de la Iglesia y el Concordato de 1953 consagra en su artículo XIX la dotación de culto y clero, declarándola exenta de todo impuesto. Y en el artículo II del Acuerdo de Asuntos Económicos entre el Estado y la Santa Sede, el Estado asume el compromiso de colaborar con la Iglesia en la consecución de su adecuado sostenimiento económico. Asimismo, añade que “transcurridos tres ejercicios completos desde la firma del Acuerdo, el Estado podrá asignar a la Iglesia Católica un porcentaje del rendimiento de la imposición sobre la renta o el patrimonio neto u otra de carácter personal por el procedimiento técnicamente más adecuado.”
Sin embargo, como sabemos, a pesar de estos plazos, la Iglesia católica sigue siendo subvencionada por el Estado de modo evidente. La propia Conferencia episcopal estimaba unos ingresos en 2017 de 248 millones de euros. Cifra que aumenta considerablemente si entendemos que los lugares de culto, los colegios o edificios destinados al culto (seminarios, universidades, institutos de vida consagrada…) se benefician de la exención del pago del Impuesto de Bienes Inmuebles (IBI). Un beneficio del que también gozan las confesiones protestante y musulmana, aunque en diferente grado que la Iglesia católica, que añade a sus privilegios la posibilidad de inmatricular bienes no directamente dedicados al culto y hacerlos de su propiedad. La inmatriculación es un privilegio exclusivo de la Iglesia católica y depende de una ley de 1946 que, en su artículo 206, la equiparaba –en tanto entidad de Derecho público con personalidad jurídica propia– a las Administraciones públicas, de modo que los obispos podían cumplir funciones propias de los funcionarios públicos y, según esto, tenían competencias para inmatricular propiedades, sin obligación alguna de hacer constar en organismo civil alguno este acto jurídico.
Gracias a esta norma preconstitucional se han inmatriculado propiedades como casas rectorales, cementerios, huertos, almacenes, colegios… Ahora bien, los templos dedicados al culto no estaban incluidos, algo que se solventó durante el Gobierno de José María Aznar extendiendo dicho privilegio a dichos inmuebles, dando pie a la inmatriculación de ermitas, iglesias e, incluso, a la mezquita de Córdoba. El párrafo del Real Decreto dice, concretamente:

se suprime por inconstitucional la prohibición de inscripción de los templos destinados al culto católico, y se admite, siguiendo las legislaciones especiales sobre Patrimonio del Estado y de las entidades locales, la posibilidad de inscripción de los bienes públicos con arreglo a su legislación especial (artículo 5)

En virtud de esta reforma, se inmatricularon 1.087 propiedades en Navarra donde, debido a la gravedad del caso, se estableció una Plataforma de Defensa del Patrimonio Navarro, en la que constan 117 municipios adheridos. Sus denuncias han llegado a la Unión Europea y han sido respaldadas por casi todos los grupos políticos en España. Después de este breve recorrido por los principios y consecuencias de tan solo dos de los Acuerdos, es difícil no ver en ellos la vía expedita de la promoción del ideario católico en el Estado español, doctrina que supone el pilar esencial de las relaciones iglesia/Estado del Concilio Vaticano II. Y ello a pesar de que la Constitución condena la discriminación (trato desigual) religiosa y supone que no hay confesión privilegiada. Y ello a pesar de que el Tribunal Constitucional se refiere a España como un Estado de laicidad positiva. Veamos qué se quiere decir con esto.

Laicidad española

Según varias sentencias del Tribunal Constitucional, la laicidad a la que
remite el Estado es la laicidad positiva o cooperativa , así mencionada en una sentencia sobre la inscripción de la Iglesia de la Unificación en el Registro de Entidades Religiosas, otra sobre la inhabilitación eclesiástica y despido de una profesora por vivir en concubinato y la última sobre el recurso de amparo promovido por un sacerdote secularizado, ante su despido como profesor de religión.
La laicidad positiva suele remitir al modelo canadiense y americano que implica
un Estado neutral, indiferente de las opciones éticas o religiosas de sus ciudadanos, sean cuales sean. Eso significa que, si bien el Estado no puede pronunciarse sobre tales asuntos, la prohibición no se extiende a sus funcionarios, a los que se exige imparcialidad, no neutralidad. Los funcionarios (maestros, jueces, policía) deberían ser evaluados por sus actos, no por sus creencias o los símbolos externos que exhiban puesto que, según esta interpretación, un signo religioso no es por sí mismo un acto de proselitismo. La verdadera imparcialidad, como señala un decreto del Tribunal Supremo de Canadá: “no exige que el juez no tenga ni simpatías ni opiniones. Lo que exige es que sea libre de albergar y de utilizar distintos puntos de vista manteniendo una mentalidad abierta”. Por eso, en Canadá, al hablar sobre los símbolos religiosos en la escuela, se insiste en que la neutralidad obliga a que no se reconozca políticamente ninguna religión como religión de Estado, no a que los ciudadanos escondan en público sus filiaciones religiosas. De hecho, a mediados de los años 90 del siglo pasado, Quebec adoptó la resolución contraria a la francesa aceptando que las niñas usaran el pañuelo en las escuelas públicas, con el fin de evitar su marginalización y promover su socialización.
El concepto que está a la base de esta laicidad positiva o abierta es la doctrina del acomodo razonable, según la cual, más que expulsar a la religión de lo público, se acepta la importancia que tiene la dimensión espiritual del individuo y su necesidad de expresión pública. El acomodo razonable es un procedimiento según el cual se intentan paliar las desigualdades en el reconocimiento de derechos otorgados históricamente a las comunidades religiosas y a sus fieles y parte de un principio básico: la historia no es neutral y ha favorecido a unas religiones frente a otras, según el contexto. Cuando se reconoce el derecho de un judío a descansar en sábado –lo que implica exceptuarlos de la ley común que señala el domingo como día de descanso–, se acepta que el domingo no es un día neutral sino que ha sido impuesto en nuestras sociedades por la influencia de la tradición cristiana. Del mismo modo, cuando adaptamos normas generales alimentarias ante personas vegetarianas y aceptamos ofrecer un menú alternativo a su elección, estamos apelando al mismo derecho, aceptando que algunas normas generales puedan ser discriminatorias con las minorías. Por esa razón, Milot y Baubérot redefinen la laicidad canadiense como laicidad de reconocimiento. Por supuesto, se habla de acomodos razonables, lo que implica que la obligación de adaptar la ley general a las minorías para evitar la discriminación no es absoluta: la petición debe ser sincera, el solicitante debe demostrar que cree que su fe le obliga a determinada conducta, y esta no tiene por qué adecuarse a la ortodoxia de su comunidad religiosa o a ningún precepto objetivo. En 2004, el Tribunal Supremo de Canadá lo expresó del siguiente modo:

La libertad religiosa garantizada por la Declaración de los derechos y libertades de la persona de Quebec (y la Carta canadiense de derechos y libertades) se entiende como libertad de entregarse a prácticas y mantener creencias que tengan un vínculo con una religión, prácticas y creencias que el interesado ejerza o manifieste sinceramente, según el caso, con el objeto de comunicarse con una entidad divina o en el marco de su fe espiritual, independientemente de la cuestión de saber si la práctica o la creencia está prescrita por un dogma religioso oficial o es conforme con la postura de los representantes religiosos. Esa interpretación es compatible con un concepto personal o subjetivo de libertad religiosa. En consecuencia, el demandante que invoca esta libertad no tiene que demostrar la existencia de una obligación, exigencia o precepto religioso objetivo. Es el carácter religioso o espiritual de un acto el que conlleva la protección, no el hecho de que su observancia sea obligatoria o se considere como tal. El Estado no está en condiciones de actuar como árbitro de dogmas religiosos y no debería convertirse en uno.

El Estado no juzga sobre el contenido de la petición sino sobre la sinceridad de la misma. Pero añade otra condición: la petición ha de ser razonada, es decir, debe demostrar la importancia que tiene dicha petición en su vida y las razones por las que considera que ha de modificarse la ley a su favor. Dicho lo cual, los tribunales pueden denegarla aludiendo a que pone en peligro una institución concreta (educación, cuidado, servicios públicos), porque atenta contra los derechos de los demás, o que supone un gasto excesivo o dificultades graves de funcionamiento para el lugar donde pretende ponerse en marcha. En el primer caso podrían limitarse los derechos de los padres religiosos que pretendan no educar a sus hijos en asuntos comunes como la educación sexual, la educación cívica o la ética, poniendo en peligro la virtud de la tolerancia.
En el segundo caso estarían recogidos los Testigos de Jehová que niegan la trasfusión sanguínea a un hijo y ponen en peligro su vida. En último caso, podríamos incluir peticiones de comida especial en comedores públicos cuando el coste es excesivo para los medios de que dispone el colegio en cuestión.
¿En qué se parece este tipo de doctrina a la que hemos analizado al referirnos al caso español? Desde nuestro punto de vista, en nada. Cuando leemos las sentencias del Tribunal Constitucional, lo que allí se protege no es al individuo sino a la confesión religiosa, pues lo que señala el Tribunal como neutralidad es la exigencia de que el Estado no se inmiscuya en decisiones confesionales, sean estas el nombramiento de profesores de religión o su despido. Hace ya unos años, en enero de 2007, el Tribunal Constitucional se vio inmerso en un debate sobre lo que suponen este tipo de nombramientos, a raíz del caso de la profesora de Religión, María del Carmen Galayo Macías, a quien las autoridades eclesiásticas de las Islas Canarias no renovaron el contrato por mantener una relación sentimental con un hombre que no era su marido, del que se había separado previamente. El Tribunal respaldó el despido y rechazó la petición de inconstitucionalidad promovida por el Tribunal Superior de Justicia de Canarias (TSJC), en relación al marco que permitía el despido por tales razones. En 2015, el Tribunal Superior de Justicia de Extremadura avaló el despido de un profesor de religión por haber abandonado el sacerdocio. Luis Guridi, dirigente del sindicato que agrupa a la mayoría de los docentes de religión en pleito con el episcopado, la Federación Estatal de Profesores de Enseñanza Religiosa (Feper), reitera que los profesores de religión son mayoritariamente laicos y que su trabajo no es adoctrinar o hacer proselitismo, y señala que las sentencias de los tribunales avanzan hacia un “talibanismo católico repugnante, al mejor estilo del nacionalcatolicismo que todos creíamos trasnochado, y muy distinto al Estado confesional”. Sin embargo, la enseñanza de doctrina cristiana es el motor del currículo que ha de enseñarse, según los Acuerdos, de modo que los profesores han de seguir la moral cristiana para ser elegidos en la misión canónica que les faculta para ejercer esa tarea. Nunca fue otra la pretensión de la Iglesia, pues queda recogido en el artículo 6 del Acuerdo sobre Educación que “a la jerarquía eclesiástica corresponde señalar los contenidos de la enseñanza y formación religiosa católica, así como proponer los libros de texto y material didáctico relativos a dicha enseñanza y formación”.
Como vemos, los tribunales están “resolviendo” los conflictos que atañen a la libertad religiosa en función de los Acuerdos, lo que implica aceptar la interpretación eclesial de los despidos. Ahora bien, si los motivos para retirar la idoneidad necesaria para impartir clases de religión son confesionales, el TC lo que avala en sus decisiones son los privilegios de la curia. No decimos que no sea legal, simplemente mostramos las consecuencias de la vigencia de los Acuerdos con la Santa Sede: no se aplican, en su caso, las normas comunes del derecho laboral. La sentencia más reciente (SSTC 128/2007 de 4 de junio), señala:

La apreciación del Ordinario del lugar acerca de si un profesor de religión católica imparte o no recta doctrina y si da o no testimonio de vida cristiana es inmune, en su núcleo, al control de los Tribunales españoles. Pero, lejos de ser contraria a la Constitución, esa inmunidad es mera y necesaria consecuencia del derecho fundamental a la libertad religiosa y del principio de neutralidad religiosa del Estado. La libertad religiosa, además de un aspecto individual, muestra otro que cabría llamar comunitario o colectivo. En esta segunda faceta son titulares de la libertad religiosa las iglesias, confesiones y comunidades religiosas (art. 2.2 Ley Orgánica 7/1980, de 5 de julio, de libertad religiosa -LOLR-; SSTC 64/1988, de 12 de abril, FJ 2; 46/2001, de 15 de febrero, FJ 5; 128/2002, de 4 de junio, FJ 3).

Conclusión

La Constitución española no exige subordinar la interpretación de esta colaboración a los Acuerdos pero, en términos prácticos, el Tribunal constitucional hace una interpretación de la libertad religiosa entendida en términos católicos, como una mera implementación de las Declaraciones conciliares y Constituciones conciliares, que la Iglesia católica ha conseguido imponer a través de Acuerdos privilegiados que vinculan al Estado cada vez que legisla sobre cuestiones religiosas. De acuerdo con esto, en España los católicos pueden imponer un sistema de moral para su profesorado cuya falta de acatamiento supone la pérdida de la venia docendi y, por lo tanto, de su trabajo en la institución escolar pública. Más aún, son las confesiones religiosas las que eligen por esos mismos motivos al profesorado, que imparte curriculum religioso en aulas públicas. Eso significa privilegiar la moral religiosa, puesto que el resto del profesorado no se selecciona o se excluye por motivos confesionales, de modo que un derecho confesional es privilegiado frente a derechos fundamentales.
A nuestro modo de ver, el Tribunal Constitucional habla de laicidad positiva queriendo decir laicidad de colaboración, en nada similar a la laicidad de reconocimiento, esta última propia del modelo canadiense, como hemos visto. Ciertamente, en Europa, la cooperación y la colaboración entre el Estado y las diferentes confesiones son la regla, no la excepción. No obstante, en dicha colaboración hay grados y, como hemos visto en este artículo, el caso español lleva esta colaboración demasiado lejos. Donde la libertad religiosa y de conciencia canadiense privilegia al individuo, la ley española privilegia las confesiones religiosas. La libertad de conciencia, según esto, se supedita a la libertad religiosa; la ortodoxia es privilegiada por el Estado frente a la pluralidad que, de facto, recorre las diferentes comunidades de fe. Y esto tiene sus ventajas –facilita la relación bilateral entre las instancias políticas y las iglesias– y sus desventajas –deja desprotegido al individuo, en caso de conflicto con su comunidad religiosa. Eso significa que los heterodoxos verán peligrar sus derechos, en caso de enfrentarse a la interpretación ortodoxa de sus confesiones religiosas. Si la religión no puede reducirse a la conciencia individual del fiel y encerrarse en las casas (nunca ha sido así históricamente), tampoco debería identificarse exclusivamente con su implementación pública institucional o eclesial.
Articular ambas adecuadamente y, a su vez, proteger los derechos de conciencia de quienes no son religiosos y no forman parte de ninguna comunidad de este tipo, es tarea del Estado y de un adecuado marco de laicidad.
Ciertamente, no hay un único modelo de laicidad y, por esa razón, los debates en torno a cuál deba ser el que articule las relaciones entre el Estado, tanto con las diferentes confesiones religiosas como con el individuo, serán complejos y no estarán exentos de dificultades. No obstante, aunque no estemos de acuerdo en el punto de llegada, sí deberíamos estarlo en el de partida. A nuestro modo de ver, este no pasa únicamente por suspender los Acuerdos de España con la Santa Sede, sino por elaborar una nueva Ley Orgánica de Libertad religiosa, desligada de sus evidentes influencias conciliares.

Bibliografia:

-La inspiración confesional de la ley de libertad religiosa española: laicidad de colaboración, de Marta García-Alonso, UNED

-Los retos del laicismo y su futuro, de HENRI PENA-RUIZ. Instituto de Estudios Políticos de París.

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